Estoy acostumbrado a acostumbrarme / con el insignificante sentido de las palabras / y no sé si el hombre le dio horas al tiempo / o el tiempo horas al hombre. Estoy libre en mis prisiones / calma siniestra por escapar / y no sé si los dioses crearon / el mundo para los hombres / o los hombres el mundo para los dioses / Estoy viviendo mi muerte / tácito pasillo que aborrece de oscuridad / y no sé si soy yo quien intenta escribir / o escribe quien intenta ser yo. "Hombre" de Fabricio Simeoni

14 de agosto de 2006

El paraíso de Matarucco

Octavio Matarucco estaba resignado. Hacía mucho tiempo. Odiaba los papeles pero trabajaba en un lugar donde, sin esos mismos papeles, hubiera sido inútil imaginar, siquiera por un momento, el desenvolvimiento de las tareas.

Actas, partidas, libros, folios, documentos. A no muchos más sustantivos, sinónimos que ocultaban la palabra papeles, se reducía su pobre universo. Y Octavio Matarucco lo sabía. Al borde de la obsesión, repetía que estaba harto de esa vida sumergida en el fondo de aquel penoso subsuelo que le había tocado en suerte como destino laboral pero ¿hasta cuándo? y nunca encontraba respuesta a ese interrogante. ¿Qué hacer entonces? y tampoco aparecía la solución.

Los días pasaban y pasaban todos iguales, el oprobio aumentaba sin mayores variantes y la tolerancia de Octavio parecía acrecentarse infinitamente o decrecer en la misma proporción, según la mirada, el observador y las características de cada situación.
Puedo dar fe de esto y lo que aconteció después porque, como compañero de trabajo, lo vi con mis ojos. Confieso que primero sentí sorpresa, un rato más tarde temor y, luego, una profunda y sana, a la vez, envidia.

Recuerdo que fue un diez de julio. Lo recuerdo bien porque ocurrió al día siguiente del feriado patrio y me ha resultado absolutamente inolvidable a pesar del tiempo transcurrido.
Contrariamente a lo que solía suceder, Octavio había llegado más temprano que yo. Me sorprendió este hecho y supuse algo raro porque, cuando entré a la oficina, estaba parado sobre una considerable pila armada con antiquísimos libros de actas de casamiento. Era tal la antigüedad de esos volúmenes que, por un instante pensé que si me lo proponía encontraría el testimonio original del enlace de mis abuelos.

Él mismo había levantado aquella especie de torre, insumiéndole seguramente una buena dosis de preparación porque, además, la prolijidad, el esmero y el cuidado en la construcción lo delataban inconfundiblemente como autor de la obra. Unos sobre otros, los enormes libros semejaban un grueso pedestal de unos tres metros de altura y los lomos, pintarrajeados en forma irregular, le otorgaban un toque psicodélico a la decoración.

En la cima, hablando a los gritos, descalzo, con los pantalones arremangados como los pescadores y cubierto con una capa negra estaba Octavio. Nadie sabía qué demonios hacía allí y, obviamente, nadie se había arriesgado a preguntárselo por miedo a una reacción impredecible de modo que, cuando aparecí, todas las miradas se clavaron en la mía y comprendí que debía ser yo quien hiciera la interrogación que nadie se animaba a hacer.

Lo llamé despacio para no alterarlo aún más de lo que parecía pero no me escuchó. Levantando la voz decididamente le grité:
- Octavio, ¿qué es esto? ¿qué le pasa?
- Estoy solicitando mi entrada al paraíso.
- ¿Cómo dice?
- Ustedes no entienden nada. Esto es el Purgatorio. Aquí se decidirá mi suerte cuando termine de exponer el descargo para salvarme. Estos papeles han ennoblecido mi paciencia hasta límites nunca vistos y serán mi argumento y pasaporte. He sido demasiado bueno con todos y lo que me rodea representa demasiada condena para un solo hombre. Estoy seguro que me servirá para no ir al infierno. Le estoy hablando directamente a Él y Él me entenderá. Ya verán.

Todos los presentes nos miramos incrédulos pero luego comprendimos que, finalmente, al pobre Octavio, se lo habían devorado entre el oprobio y su circunstancia. Aquella oficina de Registro Civil era, al mismo tiempo, el oprobio y la circunstancia. La explosión final de una víctima de la rutina. En verdad, sabíamos que podía ocurrir y que, más tarde o más temprano, a alguno de nosotros nos tocaría lo que a Matarucco.

Nadie supo qué hacer con la situación. Además, y complicándolo todo, Chávez, el jefe, no había llegado, de manera que ninguno se atrevió a tomar una decisión que, para bien o mal, modificara el estado de las cosas del lugar.
- Cálmese don Octavio y baje de ahí. Puede golpearse feo si se cae, le sugerí tímidamente sabiendo de antemano que no me haría caso.
- Nada me ocurrirá. He soportado mucho como para que este Purgatorio me conduzca al Infierno. Miren, tengo a Sofía conmigo y ella es mi talismán.

Y no mentía. Sofía era, además de una vieja tortuga, un objeto de culto, amor y cuidado por parte de Octavio. Nos hablaba de ella como de una hija y siempre estuve convencido que la consideraba como tal. Recuerdo su ausencia por un par de semanas cuando el animal se le extravió en el jardín y la depresión que su pérdida le causó. Ni hablar del contraste cuando la recuperó.

Las voces y murmullos se acallaron cuando Chávez hizo su entrada. Evidentemente ya lo habían anoticiado del suceso porque su gesto adusto preanunciaba un día difícil aunque, honestamente, todos los días eran complicados para nosotros en ese aspecto. En aquel caso, sin embargo, la curiosa situación pareció descolocarlo por lo inesperada y, entonces, su habitual rictus de seriedad y malhumor había aumentado al mismo tiempo que los negros cigarrillos que consumía.
- Matarucco, le ordeno que baje de ahí ya mismo.
- Señor Chávez, suba. Lo invito a comprobar para dónde se inclinará esta balanza y quién caerá del lado del Infierno.
El desafío enfureció a nuestro superior quien comenzó a insultar profusamente y a patear las sillas que se encontraban a su alrededor.
- Baje ahora o las sanciones que le impondré serán de máxima graduación y usted sabe lo que eso significa. No juege conmigo.
- ¿Por qué habría de bajar yo? suba usted. Con Sofía le tenemos un lugar reservado. Esto no es un juego y comenzó a reír maliciosamente.

Chávez entendió que no sería fácil. Que el cuadro era peor de lo le habían anticipado y decidió atacar por el lado más débil de su oponente: tomó un rollo de cinta para máquinas de calcular y lo arrojó con fuerza contra la humanidad de Matarucco. La puntería fue bastante certera ya que logró hacer blanco en una de las rodillas, desestabilizando a Octavio quien debió hacer malabares para no perder el equilibrio y caer desde lo alto de la tarima. Debido a sus descontrolados movimientos no consiguió sostener su preciado amuleto y Sofía se precipitó al vacío. Milagrosamente logré atajarla antes que se estrellara contra el piso. Ahí nació otra etapa de la lucha.
- Entrégueme ese animal, dijo Chávez. Y tuve que obedecer. No pude dejar de mirar a Matarucco mientras lo hacía y, por primera vez desde que el episodio había comenzado, lo vi resignado. Algo en él, allí, se quebró y no pudo disimularlo.
Chávez, mientras tanto, captó rápidamente el cambio en la situación y se apuró a concretar el próximo paso para no desperdiciar la oportunidad.
- Te tengo Matarucco. Bajá de ahí porque este bicho sufrirá las consecuencias de tu locura. No sólo lo amenazaba con sus palabras sino que enarbolaba una tijera abierta sobre las patas traseras de la indefensa tortuga.
- El Purgatorio cantó Infierno, dijo tristemente. Por una vez seré egoísta, pero junto a mí arderán también los cipayos, los mentirosos, los huecos y los ingenuos como yo. El fuego nos espera.

Nadie supo cómo detenerlo cuando sacó el Cricket de su bolsillo y encendió la tapa y la primera hoja de uno de los libracos que sostenían su cuerpo allá en lo alto. Luego prendió los billetes de su billetera lanzándolos como antorchas sobre las cajas y los papeles que se apilaban contra las paredes y los desvencijados escritorios. Todo comenzó a incendiarse en cuestión de segundos y, omitiendo deliberadamente el horror con que nos empezábamos a mirar, Matarucco comenzó a hablarle, como en trance, a Chávez.
- El final se acerca para todos, predijo sombríamente.
- …, pero…, Octavio, sólo se trata de una tortuga…
- No es eso, señor Chávez. Sofía es un quelonio al que se debería preservar porque corre peligro de extinción. Es un ejemplo. Como ustedes ahora. Como yo siempre, pero eso nunca le interesó a nadie ¿verdad?
- ¿Usted me toma por idiota?
- Por supuesto que no, señor Chávez, además las tortugas no hablan.
- ¿Y eso qué tiene que ver?
- Que usted tampoco, señor Chávez. Usted es un pobre diablo que apenas vomita las palabras que pronuncia…

El fuego ya había alcanzado los armarios y al resto de los escritorios volviéndose incontrolable. Echamos mano a los pesados extinguidores que colgaban en las paredes pero la espuma química no salía de sus picos. Deberían haber estado con las cargas vencidas por falta de mantenimiento, de modo que no quedó otra solución que abandonar el lugar mientras la figura de Matarucco ya comenzaba a desdibujarse detrás del humo y las llamas.

Como pude, entre los gritos y la desesperación del sálvese quién pueda, subí las escaleras, corrí hacia la calle y me senté en una vereda alejada y segura mientras observaba a una cuadrilla de bomberos pugnando por apagar las lenguas de fuego que salían por las ventanas del edificio cada vez que la presión del agua se los permitía. Fue tan penosa aquella imagen que hasta me causó gracia. Por esos momentos supuse, desconsoladamente, que don Octavio ya sería un montón de cenizas y que su Purgatorio había resultado, como él mismo anticipó, Infierno.

Pensé en lo que había compartido con él, en lo que había sucedido, en lo que me podría haber pasado y demás cosas intrascendentes cuando, de repente, Chávez se sentó a mi lado. Tenía el semblante desencajado. Pocas veces lo había visto así pero no me sorprendió. Nunca esperé sorpresas de él.
- Mirá en lo que terminó la broma del tipo éste. Ya no tenemos archivos para trabajar mañana. ¿Qué vamos a hacer? ¿Cómo nos vamos a arreglar?

No pude contestar. Había sido demasiado para una sola jornada. Me paré, di media vuelta y mirando la obstinada lucha de los bomberos que aún continuaba comencé a caminar rumbo a mi casa. Tenía cuarenta cuadras por delante y el humo negro cubría el ambiente dificultando cada vez más la visión en toda la zona. Tuve la impresión que nada se iba a salvar. Nada de nada. Había sido Infierno, nomás.

Cuando llegué a la primera esquina comencé a llorar como un chico. Al mismo tiempo, y mientras hurgueteaba un pañuelo entre mis bolsillos, me di cuenta que algo avanzaba lentamente junto al cordón. Quizás haya significado algún mensaje, alguna premonición que no advdertí. Quizás no. Tampoco lo sabré jamás. Lo cierto es que Sofía estaba allí marchando sin pausa tras mis apesadumbrados pasos y no pude evitar levantarla, mirarla como viendo a Matarucco con caparazón y convencerme, hasta hoy, que Octavio no sólo viviría en ella sino que, finalmente, había logrado su cometido y de la mano de su amuleto había entrado al Paraíso.

Por las dudas, ahí mismo, decidí adoptarla. O adoptarlos. En fin, con esas cosas nunca se sabe y, como siempre repetía mi madre, una buena dieta de lechuga y zapallitos o un piadoso abrigo en pleno invierno no deberían negársele a nadie.

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