Las noches son largas. Más oscuras, menos oscuras, siempre largas. Para sus clientes, la noche de Sara empieza cerca de las diez. Para ella bastante antes de esa hora. Pintarse los ojos, los labios, maquillarse y mirarse al espejo son etapas de un ritual que deben cumplirse casi como un examen. Y repasadas hasta aprobarse. El último paso es cargar un pequeño y gastado bolso sin olvidar ningún elemento de su habitual contenido. Las noches son inhóspitas y el equipaje debe estar completo.
Sara sabe todo eso.
Los clientes de Sara no piden nada. Tampoco entregan mucho. En realidad es poco lo que tienen para ofrecer. No se controlan demasiado. Algunos ni siquiera pueden hacerlo conscientemente. Necesitan la compañía de alguien. Alguien como Sara. Ella no desconoce que, en cierto modo, dependen de su presencia y se vanagloria, se da corte, se cree importante. El mundo también necesita gente como yo ha presumido para sí en más de una ocasión.
Sara es puntual. Nunca antes de las nueve y media, nunca después de las diez. Responsable al fin, sus vivencias están marcadas por referencias insoslayables como los olores asépticos, los términos médicos y el sonido de las ambulancias. Su vida ocurre, casi perpetuamente, por las noches. Las noches han ocupado, desde que se acuerda, el universo de su existencia.
Las noches son largas. Más oscuras, menos oscuras, siempre largas. Y a veces hace frío. O a veces se siente sola. Y no está tan mal ese morocho que me relojea desde hace unos días y parece no animarse conmigo. Podría probarlo. La verdad estoy aburrida de tejer crochet en penumbras. Se escapan los puntos y después es tarde para corregir los errores. Y los crucigramas me tienen harta. No me salen y termino espiando la página de las soluciones para completarlos. Le tengo ganas al morocho. Alberto creo que se llama. Si es por llamar, lo llamaría para que venga conmigo ahora; total, este pobre diablo no se mueve ni despierta hace semanas. Tengo ganas. Muchas. Pero Alberto no se fija en mi. Debería revisar el consejo de mi amiga Claudia acerca de desprejuiciarme o, en todo caso, exhibir lo que me pasa en forma más contundente...
¿Y si pruebo con el mate para entretenerme? Dicen que ayuda a despejarse. Se me está haciendo pesada esta noche. No hay ruidos de autos en la calle. ¿Será por eso que oigo crujir mi apetito bajo la ropa? Tengo calor. Y ganas. Y Alberto sigue mirando para otro lado. ¿Todos los hombres serán así?
Las noches son largas. Más oscuras, menos oscuras, siempre largas. Las noches de Sara, a veces, tienen matices como vigilar el suero, cambiar pañales, inyectar calmantes, tomar la fiebre y demás variaciones terapéuticas; otras veces tienen espacio sólo para apoyar una mano sobre la frente de sus clientes mientras duermen o agonizan, taparlos, compadecerse; hasta encariñarse, aunque sea perjudicial a su espíritu de dulce azufre. Lo sabe bien. Trata de evitarlo. Cada vez le cuesta más.
Las noches de Sara acaban apenas amanece. Cuando llega el relevo arma el pequeño y gastado bolso; guarda el termo, el mate, el tejido de crochet, las agujas y la maldecida revista de crucigramas al tiempo que espera, ansiosa, la módica retribución por sus servicios.
Sara cobra todos los días.
Sara cobra por cuidar enfermos en hospitales durante las noches.
Finalmente, como concluyendo una ceremonia, Sara se despide. Con un gesto cortés informa las novedades con que transcurrió la noche. Se calza los anteojos negros sobre sus teñidos cabellos y saluda antes de retirarse. Un beso en la frente de su paciente, su cliente, y hasta luego.
La noche de Sara, otra más, por unas horas, terminó.
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