
Mientras se vestía, casi temblando, vio al sol asomándose entre las hendijas de la persiana y maldijo esa horrible facilidad para despertarse con el menor sonido. No sólo despertarse sino también la imposibilidad de volver a conciliar el sueño, lo cual era mucho peor y le causaba mayor angustia todavía.
Las paredes de la habitación estaban bastante deterioradas y pensó que tenía tres opciones para mejorarlas: pintarlas por completo, colgar algunos cuadros baratos o recurrir a los revestimientos plásticos para disimular el abandono que ostentaba la mayoría de ellas.
¿Dónde habría quedado el sweater rojo? En realidad, el color estaba un poco desparejo porque, originalmente, la prenda había sido tejida a mano por su tía quien fue modificándola a medida que su cuerpo se agrandaba. Era viejo el chaleco. Leonor había partido hacía mucho tiempo y se empeñaba en conservarlo como un tesoro por el perdurable cariño que aún le profesaba. Gastado, el abrigo y su tejedora significaban cosas demasiado importantes en su existencia como para arrojarlas por la borda del olvido.
Se le ocurrió repasar fugazmente viejos tiempos. Buenos tiempos. Pudo ver aquella bolsa de arpillera marrón donde se amontonaban los ovillos de lana y escuchar el imperceptible sonido de las agujas entre los dedos de Leonor moviéndose hacia uno y otro lado mientras el tejido aumentaba de tamaño cambiando su forma, lo cual le parecía prodigioso.
Urquiza novecientos sesenta y cuatro. No guardaba secretos aquel lugar. Una casa tan grande como cada uno de los ambientes que la componían y donde las luces que bajaban desde unas pesadas y barrocas arañas eran tenues, apenas discretas. Recordó también la crudeza de los inviernos que siempre habían tratado de mitigar diseminando innumerables pantallas radiantes. Nunca le parecieron una solución exitosa ya que los calefactores sólo templaban la temperatura en sus alrededores recién un par de horas después de encendidas pero tampoco era posible discutirlo ahora.
Todos se reunían en el gran comedor y él, haciéndose el distraído, mentía que no miraba los programas de televisión para gente adulta. En verdad se daban cuenta de su engaño pero hacían la vista gorda. Las escenas en blanco y negro que despedía el viejo Chitarroni le parecían tan aburridas que terminaba entreteniéndose con sus diminutos autos de colección debajo de la mesa o pintando algún cuaderno desparramado por el suelo. El juego del silencio siempre daba resultado.
Y pensar que esto surgió por el baqueteado pullover rojo. En esa sala mayor, había también un viejo teléfono negro apoyado sobre un taburete. Tenía que usarse de pie como si fuera un aparato público en lugar de pertenecer a una casa de familia. Le recordaba los mostradores de los almacenes con despacho de bebidas. No tenía presente quejas por el importe de la cuenta del teléfono pero quizás la tarima haya sido un delicado mensaje induciendo a que las llamadas fueran breves. Volviendo al aparato, su armazón estaba prolijamente reconstruido con Poxipol porque él, una vez, había salido corriendo sin mirar y llegó tan lejos a ninguna parte como la longitud del cable se lo permitió.
A medida que el primer impacto del frío le dejó recomponer sus sentidos, tuvo deseos de ir al baño y, claro, otra vez, la vieja casa volvía a escena en forma implacable. Se preguntó por qué le brotaban tantos recuerdos pero, aún proponiéndoselo, no podía evitar que desfilaran por su mente.
Un baño grande, muy grande, con una tina enorme, un destartalado calefón Universal en la pared y un ventanal con vidrios irregulares de distintos colores. El cesto de mimbre para guardar la ropa sucia le pareció siempre tan alto que, en cierta ocasión, se metió adentro para jugar a las escondidas y logró que no lo descubrieran por un largo rato. Ese baño había servido también como lugar donde purgar penas y castigos para su natural desobediencia: varias palizas ocurrieron allí y no las había olvidado.
Tenía frío y se preguntaba por qué había puesto el despertador tan tarde. Era consciente que su memoria era bastante pobre y que los pensamientos surgidos antes de dormirse, como una sucesión de imágenes, difícilmente podría volcarlos, luego, sobre cualquier papel. En esos momentos, mientras divagaba al amparo de la oscuridad, había preferido no levantarse eligiendo graduar cómodamente el reloj desde la cama para escribir todo al día siguiente.
Así se encontraba ahora: tiritando y maniobrando con el cepillo de dientes entre sus maltrechas muelas pretendiendo encontrar aquellas visiones de la noche anterior. Se dijo que era un imbécil por no haberlas escrito en el momento preciso y que no repetiría esa conducta displicente.
Siempre decía lo mismo pero la voluntad era tan escasa como su ingenio y diariamente padecía por ello.
No es posible redactar sólo recuerdos y más recuerdos, se reiteraba. Sin embargo, el sentimiento de placer hacia su pasado era tan intenso que, frecuentemente, se refería a él con una añoranza casi tanguera a la que sólo le faltaban la percanta y el farol de la esquina. Eso sí, malevo, lo que se dice malevo, nunca hubo ninguno en sus historias y el tango había perdido todas las pulseadas musicales en cuanto a gustos y ritmos que solía escuchar.
Tendría que bajar a desayunar nomás y sentarse a escribir lo que sea. Como sea. Abatido porque intuía que no lograría ni siquiera acordarse de los gérmenes de aquellas ideas terminó por considerarse un perfecto inútil una vez más. Sí, eso es lo que era verdaderamente. Tan inútil como sus constantes olvidos. ¿Y si voy al psicólogo? Muchos se lo habían sugerido y algunos se habían ofrecido a pedirle turnos para una sesión de consulta con conocidos profesionales. Su postura había sido siempre negativa pero ahora, como quemando las naves, comenzaba a evaluar un poco más seriamente esa alternativa.
Nada se pierde y algo tengo que hacer. Si no consigo escribir algo razonable me terminarán comiendo las cucarachas y tendré que ponerme a buscar trabajo en otra cosa. La triste y desolada auto confesión soltaba más de un desconsuelo y era, además, un pedido de ayuda lanzado al aire suplicando por alguien que lo tomara y obrara en consecuencia.
Cuando terminó de enjuagarse la boca comenzó a lavarse la cara, pero el agua que despedía la canilla estaba tan fría que lo hacía sólo con la punta de los dedos. Luego de refregarse los ojos, tomando aire y coraje, se arrojó un poco más de agua sobre los pómulos y buscó la toalla rápidamente mientras se escudriñaba en el espejo del botiquín.
Vio una figura detrás suyo que lo sorprendió pero no se asustó. La conocía muy bien aunque hacía años que no la observaba tan nítidamente como en ese momento. Previamente se había acordado de Leonor y sus tejidos y ahora aparecía Gerónimo. Parecía un hallazgo múltiple de su desvalorizada memoria. Ésa, la pobrecita, la que no servía, la que lo condenaba ante todos en general y ante él en particular le entregaba esta visión de su más profunda intimidad. Reconocía en ella, sin embargo, un espacio inexpugnable donde gozaba con la libertad que regalaba y con la pureza de su noble ingenuidad. Un detalle del destino y la providencia aquella inesperada presencia en ese lugar. ¿Habría venido para ayudarlo o a reprocharle algo?
- Estás en problemas. Las palabras sonaban algo distantes, retumbaban pero no aturdían.
- Sí, no sé qué hacer con mis letras. Ni con mi vida en realidad. Estoy abrumado.
Sintió que le apoyaba una de sus arrugadas manos sobre el hombro y, con ella, en un solo movimiento, evitó que se diera vuelta. Entendió claramente: sólo habría diálogos y miradas a través del cristal. No se resistió, aunque le hubiera gustado abrazarlo.
- No tenés que hacer nada que no puedas hacer. Pensá una frase y después sentate a trabajarla. Abrí tu caja y escapate. Sacá todo lo que te salga. Nada más, chambón, nada más.
- Es que ni eso me ha quedado.
- Nunca te olvides de la calle Urquiza...
Giró la vista para terminar de secarse la cara e intentó imaginar, obedeciendo los consejos de la aparición, un título, una línea posible para un texto que, ni por asomo, existía en su mente.
- Novecientos sesenta y cuatro, escuchó. Cuando miró nuevamente al espejo, se percató que la visita había desaparecido tan rápidamente como había arribado.
Descendió las escaleras de su casa en silencio y fue a encender la luz del vestidor. Allí se encontraba colgado un espejo más grande que el del baño y, parándose frente a él, se analizó detenidamente. No supo bien qué hacer pero supuso que su propio reflejo quizás podría ser parte de la misma imagen con la que se había cruzado minutos antes y entonces, como tributando las gracias, le dio un beso al espejo. Se dio un beso en el espejo. Algo había cambiado y sus conocidos fantasmas lo dejarían descansar, al fin, por un tiempo.
Se convenció que tenía el título y con eso, finalmente, una llave para la historia que tanto necesitaba. Sonrió con ganas, apagó la luz y fue en busca del cuaderno de espirales que había comprado el día anterior.
- Novecientos sesenta y cuatro, dijo una vez más. Se sentó, desplegó la primera hoja y comenzó a escribir.
EN LA FOTO APAREZCO SENTADO ENTRE GERÓNIMO Y LEONOR A LA HORA DE LA COMIDA. DEL PERMANENTE RECUERDO QUE TENGO DE ELLOS SURGIÓ ESTE TEXTO. LA IMAGEN DEBE SER DE 1965 APROXIMADAMENTE Y ESTÁ SACADA EN UNA DE LAS CASAS DEL HOGAR ESCUELA Nº 20 DE GRANADERO BAIGORRIA, CERCA DE ROSARIO, LUGAR DONDE VIVÍ POR AQUELLOS AÑOS.
2 comentarios:
Qué linda foto, Roberto!
gracias Laura
tuve la misma sensación cuando vi la tuya con vincha
Publicar un comentario