Estoy acostumbrado a acostumbrarme / con el insignificante sentido de las palabras / y no sé si el hombre le dio horas al tiempo / o el tiempo horas al hombre. Estoy libre en mis prisiones / calma siniestra por escapar / y no sé si los dioses crearon / el mundo para los hombres / o los hombres el mundo para los dioses / Estoy viviendo mi muerte / tácito pasillo que aborrece de oscuridad / y no sé si soy yo quien intenta escribir / o escribe quien intenta ser yo. "Hombre" de Fabricio Simeoni

12 de julio de 2008

Apostillas Urbanas 2

Llaves

Cuando el semáforo dio luz verde, el auto arrancó inmediatamente. La conductora no se percató que la estuve mirando durante todo el tiempo que permaneció detenida sobre la senda peatonal. El auto aceleró hasta perderse en el tráfico de ese atardecer lluvioso y yo permanecí inmóvil, parado en una de las ochavas que me servía de improvisado reparo.

Ahí estaba yo: invisible a los ojos de los demás, mimetizado como si fuese un espectro normal dentro de la marea que transitaba por la vereda, sólo que no caminaba sino que me había detenido; parecía petrificado mientras el resto me esquivaba refunfuñando qué demonios hacía un tipo parado bajo la tormenta.

¿Tenía motivos?

¿Había que tener alguno especial?

En realidad no había ninguno: solamente había decidido que era una linda hora para mirar el cielo cubierto de nubarrones, de mojar mi cara con la lluvia, de cerrar los ojos, de ver más allá. Y resulta que fue así, que vi mucho más allá de lo que yo mismo imaginé y, por unos instantes, volví a sentir sensaciones que creía olvidadas o, lo que es peor, sepultadas definitivamente en brazos del olvido más triste.

Fue entonces que no conseguí dejar de pensar en sus manos tomándome con energía, en la celosa mirada que me prodigaban sus ojos y en situaciones y banalidades por el estilo. Alguien me tenía atrapado aún sin decírmelo y no me soltaba. Yo veía su silueta acercarse y alejarse de mi como una sombra fugaz y terrible y no pude evitar llorar sin el menor disimulo.

La tarde continuó avanzando y la tormenta también. Me sentí un solitario prisionero de todo eso: no tuve y no tengo respuestas para todas las preguntas que me laceraban y todavía conservo intactos los mismos interrogantes.

¿Quién se habrá quedado con aquel manojo de llaves que abrían las puertas de mi otro?

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