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Adalberto
¿Cómo es posible que no se fijen en mí si lo que se ve de mí es lo que, supongo, buscan todas las mujeres? En silencio, elaborando una milésima respuesta para el interrogante, se retocó el pelo frente al espejo acomodando un rebelde mechón que caía sobre la frente y se dijo que necesitaba un poco más de perfume; entonces, comenzó a desparramar más de esa fragancia que había comprado poco tiempo atrás sobre toda la cara.
Iba a salir de cacería. Era sábado a la mañana y, a esa hora, cada paseo por el centro comercial del pueblo era como desfilar por la pasarela de cualquier afamada casa de modas. Para lograr el objetivo que buscaba sólo restaba que alguna mujer, impresionada con lo que veía, cayera rendida a sus pies. Eso era lo que perseguía. Y hacia allá partía, raudamente, Adalberto.
Hacía tiempo que esas técnicas no le daban el menor resultado. A consecuencia de sus reiterados fracasos comenzó a aislarse, a estar cada vez más solo y sus procesos de acicalamiento pasaron a ser, en cuanto al cuidado, exactamente inversos al éxito que obtenía con ellos.
Meditó varias noches en la soledad de su habitación hasta convencerse que, pese a la ingenuidad de su ocurrencia, valía la pena intentar un golpe de timón, que lo peor que podía ocurrirle a consecuencia de ello sería terminar demorado en alguna comisaría por transgredir algún código de faltas o alguna decrépita ordenanza de comportamiento humano. Éste es un país libre, se decía para ahuyentar malos pensamientos y para infundirse ánimo.
Se había decidido a jugar fuerte y apostar todo a suerte y verdad: en su próxima aparición saldría totalmente desnudo vestido con un cartel colgado del cuello como único accesorio y con una breve leyenda estampada en letras mayúsculas. Esa leyenda diría, simplemente, “ SOY LO QUE SE VE”. Sería su nuevo, y último, plan de acción pero, si su eficacia para cambiar la historia fuese la necesaria, era un nuevo misterio que lo mortificaba sin piedad y cuya resolución no develaría hasta que llevara adelante su ejecución.
Cuando bajó del taxi, los primeros metros fueron de incomodidad y escalofríos pero más tarde no tuvo otro remedio que acostumbrarse al alboroto que él mismo había generado con su audacia. No más que eso. Nada más ni nada menos que eso.
Media cuadra después de haber iniciado el recorrido notó una vista que sobresalía entre la multitud de miradas que lo perseguían. Era la de una adolescente que le sostenía la visión clavándole sus pupilas sin perder ni por un instante la sonrisa y que lo contemplaba a una prudente distancia con la cabeza ligeramente inclinada hacia un costado.
Adalberto detuvo su marcha bruscamente. Vio claramente como la chica se reía con discreción pero sin disimulo y supuso, con gestos de fastidio, que lo hacía burlándose de alguna parte de su anatomía aunque se tranquilizó al percatarse que no era así cuando observó que le guiñaba un ojo en forma cómplice. Haciéndose de un coraje bastante poco habitual se animó a preguntarle si estaba dispuesta a tomar algo con él y, al contrario de lo que esperaba, la respuesta fue, sin pestañear, que sí. Parece que la racha, al fin, se cortó, fue lo primero que se le ocurrió pensar.
Tomados del brazo entraron a un bar al paso dejando afuera, tras de sí, a un hervidero de curiosos que, a partir de ese momento, pasó a agolparse contra la vidriera de la modesta cafetería. El revuelo en el interior del pequeño salón no fue menos intenso. Ajenos, ambos se sentaron sobre dos banquetas altas frente a frente y, sin hablarse, sólo estuvieron contemplándose por unos largos minutos. Él sólo se movió para tocarle los largos cabellos negros que le caían por los costados de la cabeza mientras ella, con ternura y suavidad, le acariciaba las mejillas de la cara con las palmas de sus manos. Ni siquiera le prestaron atención al mozo que, en tono impaciente y con cara de pocos amigos, se acercó a consultarlos acerca de lo que iban a consumir. Parecían estar volando sobre un plácido colchón de nubes.
Milena, porque así se llamaba la chica, tomó decididamente la iniciativa yendo al grano sin más trámites y queriendo saber si lo que decía el bendito cartel era verdad al cien por cien. Adalberto, un tanto sorprendido y sin dudar, respondió que sí. Ella, insatisfecha o intranquila, prefirió insistir:
- ¿Y no contiene ningún doble mensaje?
- No. ¿Por qué habría de tenerlo?
- Porque está colgado al revés.
Iba a salir de cacería. Era sábado a la mañana y, a esa hora, cada paseo por el centro comercial del pueblo era como desfilar por la pasarela de cualquier afamada casa de modas. Para lograr el objetivo que buscaba sólo restaba que alguna mujer, impresionada con lo que veía, cayera rendida a sus pies. Eso era lo que perseguía. Y hacia allá partía, raudamente, Adalberto.
Hacía tiempo que esas técnicas no le daban el menor resultado. A consecuencia de sus reiterados fracasos comenzó a aislarse, a estar cada vez más solo y sus procesos de acicalamiento pasaron a ser, en cuanto al cuidado, exactamente inversos al éxito que obtenía con ellos.
Meditó varias noches en la soledad de su habitación hasta convencerse que, pese a la ingenuidad de su ocurrencia, valía la pena intentar un golpe de timón, que lo peor que podía ocurrirle a consecuencia de ello sería terminar demorado en alguna comisaría por transgredir algún código de faltas o alguna decrépita ordenanza de comportamiento humano. Éste es un país libre, se decía para ahuyentar malos pensamientos y para infundirse ánimo.
Se había decidido a jugar fuerte y apostar todo a suerte y verdad: en su próxima aparición saldría totalmente desnudo vestido con un cartel colgado del cuello como único accesorio y con una breve leyenda estampada en letras mayúsculas. Esa leyenda diría, simplemente, “ SOY LO QUE SE VE”. Sería su nuevo, y último, plan de acción pero, si su eficacia para cambiar la historia fuese la necesaria, era un nuevo misterio que lo mortificaba sin piedad y cuya resolución no develaría hasta que llevara adelante su ejecución.
Cuando bajó del taxi, los primeros metros fueron de incomodidad y escalofríos pero más tarde no tuvo otro remedio que acostumbrarse al alboroto que él mismo había generado con su audacia. No más que eso. Nada más ni nada menos que eso.
Media cuadra después de haber iniciado el recorrido notó una vista que sobresalía entre la multitud de miradas que lo perseguían. Era la de una adolescente que le sostenía la visión clavándole sus pupilas sin perder ni por un instante la sonrisa y que lo contemplaba a una prudente distancia con la cabeza ligeramente inclinada hacia un costado.
Adalberto detuvo su marcha bruscamente. Vio claramente como la chica se reía con discreción pero sin disimulo y supuso, con gestos de fastidio, que lo hacía burlándose de alguna parte de su anatomía aunque se tranquilizó al percatarse que no era así cuando observó que le guiñaba un ojo en forma cómplice. Haciéndose de un coraje bastante poco habitual se animó a preguntarle si estaba dispuesta a tomar algo con él y, al contrario de lo que esperaba, la respuesta fue, sin pestañear, que sí. Parece que la racha, al fin, se cortó, fue lo primero que se le ocurrió pensar.
Tomados del brazo entraron a un bar al paso dejando afuera, tras de sí, a un hervidero de curiosos que, a partir de ese momento, pasó a agolparse contra la vidriera de la modesta cafetería. El revuelo en el interior del pequeño salón no fue menos intenso. Ajenos, ambos se sentaron sobre dos banquetas altas frente a frente y, sin hablarse, sólo estuvieron contemplándose por unos largos minutos. Él sólo se movió para tocarle los largos cabellos negros que le caían por los costados de la cabeza mientras ella, con ternura y suavidad, le acariciaba las mejillas de la cara con las palmas de sus manos. Ni siquiera le prestaron atención al mozo que, en tono impaciente y con cara de pocos amigos, se acercó a consultarlos acerca de lo que iban a consumir. Parecían estar volando sobre un plácido colchón de nubes.
Milena, porque así se llamaba la chica, tomó decididamente la iniciativa yendo al grano sin más trámites y queriendo saber si lo que decía el bendito cartel era verdad al cien por cien. Adalberto, un tanto sorprendido y sin dudar, respondió que sí. Ella, insatisfecha o intranquila, prefirió insistir:
- ¿Y no contiene ningún doble mensaje?
- No. ¿Por qué habría de tenerlo?
- Porque está colgado al revés.
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