Estoy acostumbrado a acostumbrarme / con el insignificante sentido de las palabras / y no sé si el hombre le dio horas al tiempo / o el tiempo horas al hombre. Estoy libre en mis prisiones / calma siniestra por escapar / y no sé si los dioses crearon / el mundo para los hombres / o los hombres el mundo para los dioses / Estoy viviendo mi muerte / tácito pasillo que aborrece de oscuridad / y no sé si soy yo quien intenta escribir / o escribe quien intenta ser yo. "Hombre" de Fabricio Simeoni

4 de octubre de 2008

Desafíos

Las citas eran a la misma hora en el mismo lugar. La única razón para suspender la realización de aquellos encuentros, mano a mano, tenían que ver con los imprevistos del clima, en particular con la lluvia.

La pendiente de calle San Martín y la pared de una casa contigua a un flamante edificio a partir de la cual se angostaba notablemente la vereda, se prestaban como el marco, como el escenario perfecto para esos eventos impostergables robados al regreso de la escuela entre la salida y la llegada a casa de cada uno de los protagonistas.

No se necesitaba mucha gente para armar el cuadro y, por cierto, nunca pasábamos de tres o cuatro; más cantidad, sin dudas, complicaba las cosas porque la paciencia de esperar con orden y calma, a determinada edad, suele ser una virtud muchas veces inhallable.

Así las cosas, de guardapolvos blancos, pequeños portafolios con libros y cuadernos y no mucho más equipaje que era abandonado rápidamente a un costado, todas las tardes nos convocábamos a desafíos de penales en series de tres por ejecutante. Y eran en serio, a cara de perro, como si en ellos dejásemos cuotas de la vida o el honor.

Don Carlos Gamper, vecino del barrio y portero del edificio, ya se había resignado a corrernos del lugar ante la queja de algún desprevenido consorcista. Es más, él mismo contemplaba el desarrollo del juego, con mayor o menor interés según su aburrimiento, debiendo intervenir más de una vez a la manera de un juez cuando se generaba alguna controversia insalvable.

Guillermo, Beto y yo éramos los jugadores que competíamos casi siempre. Los resultados, vistos con la simplificación que el paso del tiempo otorga, eran muy parejos. Ninguno sobresalía tanto sobre los otros como para sacar demasiada ventaja en la general aunque, como es de suponer, las victorias parciales se festejaban ruidosamente.

Fuerte y al medio, a colocar o con comba, con cara interna o tres dedos. Cada uno con su estilo, de zurda o de derecha, todos pateábamos aquellas pequeñas tapas metálicas de las botellas de cerveza o gaseosa como si hubiésemos estado definiendo una copa del mundo ante miles de espectadores. El planeta parecía detenerse y probablemente poco nos haya importado más que eso en aquellos momentos de azarosas definiciones.

Apelando una vez más al piadoso transcurso del almanaque y a una dudosa imparcialidad, yo era el único que intentaba - y conseguía - levantar a cierta altura la chapita, hecho que descolocaba por completo a mis ocasionales arqueros y adversarios, que no lograban adivinar hacia dónde iba a dirigirse el disparo. Y muchos eran goles, por supuesto.

Recuerdo que ante cada triunfo, cada conquista yo me sentía transportado por el éxtasis, único, el mejor de la cuadra, la última aparición de un equipo extraordinario y demás desmesuras por el estilo. Y algo así debe haber sido. Hoy, contra esa misma pared, frente al mismo edificio, nadie repite los juegos de aquellos años ni pone a prueba su habilidad para patear penales con una chapita de gaseosa.

Hoy en ese lugar funciona, con aparente prosperidad, una espléndida playa de estacionamiento para autos.

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