
Se suponía invencible en eso de acelerar a tientas y, en una sencilla muestra de suficiencia, era capaz de trepar varios escalones sin siquiera tomarse de la baranda.
¿Prender el velador y verlo?
¿Sufrir el silencio perforando la escena?
Y llegó, en aquella noche sin luna, hasta esa puerta levantada como un muro infranqueable.
Apenas giró el picaporte y entró, percibió un fogonazo notando que el piso se le abría como si ya no pudiese levitar sobre esos mosaicos que tan bien conocía. Se tambaleó sin remedio y, mientras sus párpados se cerraban lentamente, oyó una voz que hablaba diciéndole que todo estaba escrito, que las tinieblas eran para morir antes que para gozar.
Prefirió no escucharlo; pensó que era suficiente, que nunca encendería la luz y sintió un hilo de sangre corriendo por su cuerpo.
No dejaré que me vuelvas a ver, le dijo.
Y decidió volar por la ventana.
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