Estoy acostumbrado a acostumbrarme / con el insignificante sentido de las palabras / y no sé si el hombre le dio horas al tiempo / o el tiempo horas al hombre. Estoy libre en mis prisiones / calma siniestra por escapar / y no sé si los dioses crearon / el mundo para los hombres / o los hombres el mundo para los dioses / Estoy viviendo mi muerte / tácito pasillo que aborrece de oscuridad / y no sé si soy yo quien intenta escribir / o escribe quien intenta ser yo. "Hombre" de Fabricio Simeoni

10 de septiembre de 2009

Obediencia

Ella debe obedecerme. Debe obedecerme a cada orden, gesto o insinuación, aún la más inconsciente. La obediencia no debería admitir reacciones ambiguas al estímulo que las provoca. Por eso, ella debe obedecerme. Me lo repito. Lo reitero en silencio y para no forzar todavía más las cosas pero con la obstinación de un peregrino en alcanzar su meta.

Mandar. Obedecer. Como un círculo cerrado imposible de modificar. Como si hacerlo fuese un típico desafío al marcado destino de la investidura o un irónico tajo a la crudeza de la irreverencia.

Hace tiempo que lo pienso. Pensar, después de todo, es una conducta inviolable y además cuando las horas corren y corren sin que las cosas cambien alrededor tampoco deja de ser un mal ejercicio. Al fin de cuentas sólo son vueltas y vueltas dentro de mi cabeza.

Ahora el sol que entra por la ventana alcanzará, como siempre, el florero de cristal que descansa sobre la mesa. Y después hará lo mismo con el piano negro que viste la pared del frente de la habitación. Lo sé de memoria y es una rutina de simple paso del tiempo que sólo se modificará con los cambios de estación. Más tarde. Más temprano. Una infinita sucesión de la nada con la forma de un imaginario reloj.

Ella debe obedecerme. Otra vez. Se lo digo sin hablar. Ella no ignora cuánto necesito de su cumplimiento y a veces supongo que se trata de un juego de su parte para hacerme sufrir. El regodeo parece ser su fuerte en estos casos y yo, algo cansado, suelo entregarme sin resistencia a su poderío.

Me digo que es suficiente por hoy. Que esto no podrá continuar así. Que gritaré.

Levanto la vista y vuelvo a mirar el sol que entra por la ventana. El florero ya está en sombras y los rayos han comenzado a llegar hasta el piano. El fresno que está del otro lado actúa como filtro para la luz y las ramas que se proyectan sobre él parecen un enjambre de dedos acariciando una piel de color oscuro. Se tocan, se rozan en una ceremonia casi secreta y yo veo esa escena de íntima fragua como un privilegiado espectador.

El final será como todos los días para esa representación. La noche que vendrá servirá de respiro a este desfile de imágenes que se renovarán al día siguiente. Y al otro. Y así hasta que yo decida cambiar de ensoñación.

Ella debe obedecerme. La miro. En ocasiones la maldigo. El Dr. Sinisterra insiste en que el medicamento, en algún momento, deberá hacer efecto y que por ningún motivo debo dejar de ingerirlo. Yo le creo aunque cada vez menos y supongo que él debe darse cuenta de mi progresivo escepticismo.

Ella debe obedecerme. Mi pierna izquierda. Está inmóvil desde hace dos años.

Ella debe obedecerme.

Pero no lo hace.

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