Estoy acostumbrado a acostumbrarme / con el insignificante sentido de las palabras / y no sé si el hombre le dio horas al tiempo / o el tiempo horas al hombre. Estoy libre en mis prisiones / calma siniestra por escapar / y no sé si los dioses crearon / el mundo para los hombres / o los hombres el mundo para los dioses / Estoy viviendo mi muerte / tácito pasillo que aborrece de oscuridad / y no sé si soy yo quien intenta escribir / o escribe quien intenta ser yo. "Hombre" de Fabricio Simeoni

12 de agosto de 2006

Contratapas Rosario/12

ÚLTIMA NOCHE EN VENECIA

No había luz. No había otra iluminación que las de las velas que se escapaban por las ventanas de las casas vecinas. No había ruidos. No había otros sonidos más que los de las aguas golpeando mansas contra paredes y muelles. Cualquier expresión podía presentirse como esas prestidigitaciones de los magos delante de la nariz pero imposibles de descubrir.

No he podido olvidarte dijo ella casi en un susurro a la luz de la luna. Mis piernas temblaron bajo los pantalones de gasa blanca y una mueca de sonrisa se me dibujó en los labios. Hablaba. Hablaba y la suponía al borde del llanto.

No me mires más de ese modo se apuró a decirme. Le hice caso y desvié la mirada hacia el fondo del canal. La oscuridad ganaba todo el paisaje que se podía adivinar gracias a los destellos de pabilos que se resistían al viento del verano dibujando un tenue laberinto de húmeda consternación.

No he podido olvidarte me repitió. Han pasado cinco años desde aquel cambio de centuria y los presagios que nos leyera aquella gitana en un apartado del viejo mercado. Ella tuvo razón sin saberlo. Era ciega y nos tocaba la cara con las manos para desgranar de a una sus profecías. Se van a separar pero nos les puedo asegurar cuándo dijo. Y no se equivocó.

Te perdí el rastro. Desapareciste. Bolonia no es Venecia intenté agregar. Ella no escuchaba. Yo mismo no me escuchaba balbuceando palabras que sólo sonaban a simples excusas. Bolonia no es Venecia repetí sin convicción y, por fin, la miré a los ojos. No había lágrimas. No había otro reflejo más que el frío brillo de sus pupilas frente a mi cara.

He llorado demasiadas noches frente al palacio de los duques. Góndolas y galerías no me cobijaban cada vez que te recordaba y mis muslos no han superado los temblores de tus dedos bajo estas faldas. No ha habido más noches largas. No han vuelto los días sin sombras. Basta, no me sigas mirando a los ojos me imploró. Y cumplí de nuevo.

Levanté la vista hacia el cielo y vi que empezaba a cubrirse de nubes. La luna en cuarto menguante aparecía algo más escondida que hasta un rato antes y no pude evitar pensar en la gitana ciega. Caminé unos pocos pasos hasta el borde del muelle y abrí los brazos acaso para abrazar Venecia en un único e iluso movimiento. Nunca lo supe pero quizás quería abrazarla también a ella. No podía. Definitivamente no me abundaban las espontáneas muestras de afecto.
Ella comenzó a acercarse sigilosamente por la espalda. Podía presentirla por el ritmo de su respiración. Recordaba, para qué negarlo, aquella mezcla de agitación y gemidos en mis oídos. Estaba desnuda. Me tomó por los hombros y sentí un fino ardor en el cuello.

Caí sobre el suelo de madera con la camisa ensangrentada y entonces pude ver la hoja de metal brillando entre sus manos. Ella estaba parada a mi lado y se agachó para decirme las últimas palabras que alcancé a escucharle como una breve despedida y luego esfumarse en la fugacidad de la noche: Bolonia no es Venecia.

Bolonia no es Venecia repetí nuevamente antes de cerrar los ojos.

Y cayó el telón.

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ALGUIEN DEBE SABERLO

Ella me ignora desde su visión de perros dormidos bajo la fachada de una tormenta de verano. Ella ignora también los secretos abrazos que guardo bajo mi caparazón. Nadie sabe cuánta sangre se esconde detrás de estas cicatrices. Nadie podría asegurar la verdad de una mentira en el vuelo de una paloma.

Él me salva de ser simplemente ésta, hace que el tramo que elegí para olvidarlo sea mampostería de propósitos lejanos. Él tiene certezas que le son escudos, una inmanencia que abarca todo lo que pisa y lo que se estira, y lo que pisa se transforma en relojes de saliva en el agua de mi boca.

Estamos. Estoy. Estaré. El tiempo es un accidente involuntario de sí mismo que nos condena de antemano. Ella se me aparece y me deshace. Acabamos en cada uno de los significados y nos asustamos: apenas transcurrieron veinte minutos y ya es hora de volver a casa.

Yo no sé muy bien qué hacer con él; si concebirlo o matarlo; si dejar que hilvane mi condición de perra o acariciarle las mentiras hasta dormirlas una y otra vez.

Me cuesta demasiado girar y darme vuelta. Mirar el piso. Escucharla a lo lejos es un haz de luz que cruza mis ojos luego de un tiempo de ceguera y me encandila sin razón. Aparecen símbolos. Se esfuman las excusas. Parece que nada ha sucedido, que la rima de mi boca y su lengua existiesen pero quizás no sea cierto. Hace tiempo que la piel desespera por monedas y las alcancías del sexo se vaciaron hace rato.

No me cuesta y me sorprenden las liebres que en las pupilas le saltan la mirada cuando edifica sus argumentos; desde la boca que habla a la boca que besa hay todo un desierto.

Estamos. Estoy. Estaré. El tiempo es una sutileza involuntaria que nos encadena de antemano. Él se me parece y me rehace. Acabamos con cada uno de los significantes y nos desanudamos: apenas transcurrieron veinte minutos y ya es hora de volver a casa.

Yo me disfrazo de palabras pero nunca logro engañarla. Las visitas furtivas y el ovillo de veinte dedos marcando su pubis resultan siempre insuficientes sobre una alfombra manchada. A oscuras y en silencio las sombras se desfiguran: descubrir la piel no es una cuestión simple y a veces, sólo a veces, me rindo ante ella.

El teléfono demora y estira su sonido. O suena, si se le antoja. Nunca entenderé la modernidad de estar disponible a cada momento. Conectado. Desconectado. Enchufado. Desenchufado. De las reglas, de los moldes con preaviso. La vida corre paralela y me desenmascara. Alguien debe saberlo.

Roberto Lobos - Daniela Piccione

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ALGUIEN DETRÁS DE UN VIDRIO

Alguien 1
Alguien que limpia vidrios no es sólo alguien que limpia vidrios, es quien puede ver del otro lado sin trepar medianeras ni tejidos, incrustar la cabeza en el tiempo pretérito de lo que está adentro. Es quien puede escribir con el índice "Lucrecia te amo" y guardar rincones de ella en la otra mano sin firmar su obra cuando el invierno empaña la dermis y borrarlo después con toda la palma izquierda sostenida apenas por el hálito de la sensación térmica. Es quien puede pararse frente al televisor cuando Central tiene un corner a favor y que otro pregunte gritando si es hijo de vidriero. Es quien mantiene con premura la mirada fija en las dos adolescentes del octavo B que se quitan el uniforme apresuradamente para fingir otra tarde atlética bajo las vueltas crónicas del cordón en la plaza. Es quien se cuelga del miembro del mundo desde la herrumbre de una roldana insegura de si misma.

Alguien 2
Alguien come de los restos de hinojo que quedaron en la jaula del conejo, el desasosiego troglodita, como salir del foco, desenfocarse. Sobre la cajita de música aún baila descalza con la planta del pie imantada al círculo magnético de la fertilidad. Propone el origen de una raíz. El pararrayos de la iglesia crece después de cada tormenta, como salir del efecto, efectuarse.

Alguien 3
Alguien que limpia vidrios es una obra en construcción de los paisajes, puede verse a sí mismo cuando el sol de las doce pega de lleno en la complicidad refractada de los balcones y hacerlos más nítidos después de la lluvia de sus dedos empuñando un líquido. Es el cráter de las estructuras de cemento inhóspitas, el descanso del ladrillo visto, el interludio de la luz. Es un paria del humus, un trapecista aferrado a la gamuza amarillenta corroída por los domadores casuales. Es un vaivén apologético, la continuidad del andamio, es quien termina con la neblina de otros.

Alguien 4
Alguien que limpia vidrios impone la proximidad, remarca las aristas de las cosas, hace que los puntos sucesivos sean más compactos, puede espiar ebulliciones, estados de tibieza, desayunos a solas, hacer que se enhebre en otros la mirada más arisca y confundirse. Es un ave atada, un equilibrista en mameluco, un detalle arquitectónico; se mimetiza e irrumpe, es un detalle superfluo, enagua de cortinas, atajo de luz sobre un escritorio poblado de papeles vacíos.

Alguien 5
Alguien que limpia los vidrios hace que Lucrecia sea una inmediata incógnita, que las cucharas se detengan perpendiculares a los rostros y los despierte, que se pregunten si el texto sigue, si los pies que se mueven en el vacío cuando bajen al cemento van a caminar hasta ella; todos los ayunantes con un puñado de lunares oscuros y blandos empiezan a desparramarlos tentativamente sobre ese cuerpo desconocido.

Alguien 6
Alguien pide en el desierto el reflejo de un secreto, una mano agitada sobre la voz de un texto, dijo, aferrado a una ventana muda. Cuando se apagaban los restos de la tarde, en el espejo retrovisor de un Fiat chocado, miró como la chica picaba hielo sentada en la vereda. El reflejo de una bolsa de nylon, de una bolsa de Jaimito, lo arrastraron a un tiempo de volados cristales, cuando alcanzaban unas monedas para comprar una curita.

Alguien 7
Alguien que limpia los vidrios no es la máscara que enarbola un trapo sino la figura blanca que desespera por otra que la ensucie; que la desgarre desde la piel hasta las ropas y que luego le pida disculpas detrás de un susurro apenas audible. La transparencia de una mirada es como los encajes de una lencería sobre el cuerpo: a veces se necesitan los dedos para pellizcarla y acariciarla con suavidad y otras veces alcanza con la brusquedad de un tirón. Nadie se reconoce en los vidrios. Nadie reclamará disculpas en esos reflejos tibios de agua concentrada: no todos los cristales sin pulir terminan transformándose en espejos.

Roberto Lobos - Daniela Piccione - Fabricio Simeoni - Federico Tinivella

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COSECHAS TARDÍAS

Él
La imagen no es extraña: vos estás sentada frente a mí, desnuda, y yo, desnudo también, te miro en silencio. O te escucho, qué más da. Podría ser una imagen de antes de abrazarnos. O de después. Incluso de antes de conocernos. No hay nada que ayude a revelar la oportunidad, el instante exacto del momento.
Me dejo. Te dejás. Nos dejamos. La tentación de ligarnos subyace hasta en las miradas y ni siquiera sabemos bien por qué. Sólo intentamos justificarnos con un pálido “…porque así ha de ser…” como si con eso alcanzara.
¿Cuál es la fibra inquietante que no resistimos?
¿Disfrazamos con sexo nuestras grietas?
¿Alcanzará alguna vez el tiempo?

Ella
No sé ni me importa si la ropa va a subir o si los pies van a caer para sucumbir ante ella. Tengo desvanecida la línea perpendicular a sus silencios. Tantas veces le dije que la palabra nos iba a hacer más humanos que me desequilibra retomar el hilo del desnudo sin otros detalles.
Tengo todas las sombras que le sobran a la oscuridad prendidas aquí en mi celo.
Él no sabe, pero necesito desesperadamente que sea domingo y que la gente salte por las ventanas, de los puentes, del parque España, que se dejen caminar por los trenes, que se disparen en las cabezas, que se tomen de a una las pastillas.
Necesito una ronda de suicidas como fondo.

Ellos
Aparece ropa dispersa; hay una tenue luz colándose entre las hendijas de la persiana y figuras molestando a la penumbra.
Son extraños intermitentes aguardando la caricia predecible. Una fotografía del momento rompiendo la mitad insegura de dos cuerpos en línea.
Dos siluetas de la mampostería del amor en papel madera, los únicos cimientos de una ilusión que soporta eternos destinos y débiles juramentos.

¿Él?
Necesito decirle que no puedo. Que no sé. Que no me sale.
La conozco demasiado, creo, y entonces pienso en cerrar los ojos y recorrerla sin apuro. La prisa parece ser el modo que elegí para proyectarme sobre su cuerpo y no estoy convencido de los rastros efímeros.
No tengo más. No puedo más. No me queda más.
El círculo del encierro está húmedo y vacío; alguien se ha tragado la llave de mi celda como carcelero inmutable de una prisión perfecta.
Mis ojos siguen cerrados y la veo desnuda. La prisa es, ahora, sólo recuerdo y mis manos aferran una espalda brumosa de caderas inquietas.
No puedo. No tengo. No sé.
Demasiadas precisiones para condenar estos latidos a un simple manojo de pulsaciones.

¿Ella?
Puedo todo, incluso torcer la tarde que se perfila compungida, asistir a la gravedad del círculo con sus declives, roerme hasta aproximarme a lo irreal.
Puedo y quiero llegar al núcleo mismo del idioma, desflecarlo, gemirlo, acoplarlo, inventarme una textura con papeles de colores y mimetizarme con la corteza del agua.
Él con su atmósfera enroscándose en mi cadera lustra cadáveres y estambres.
Siento desatar el hilo que ata la máscara que habita, el insomnio que atormenta sus hendiduras.

¿Ellos?
Instalados, ahorcados, quebrados, perduran sobre un majal que les hace de nervio.

ÉL
Me acuso, me deshago, me descamo. El bálsamo de una fragua persistente no aparece donde lo espero y me resigno. Y me desvanezco.
Dejo que mis ojos cerrados, otra vez, apaguen la luz del mundo: en este instante de primeras intenciones, la rueda del reloj suena a trenes que se alejan y presiento que no me quedan nuevos andenes donde embarcar.
Todo el tiempo se vuelve un tiempo conocido. Probablemente son algunos olores que me recuerdan abrazos prohibidos mientras una lluvia pasajera me aguarda en cualquier esquina.
No sé.
No sé si lo quiero saber.

ELLA
Tengo infinitas lunas prestadas, todas; junto con las puntas de los dedos las enaguas cansadas de la noche. Ahora mis uñas son alambres que lamen las patas de los pájaros. Los nidos, como si fueran la última estación de un camino imprevisible, esperan mi trepada nocturna.

ELLOS
Sin palabras. A ojos cerrados.
Sin voz. A silencio puro.
Sin ropas. A sexo vivo.
Curvas obligadas del tiempo. Cosechas tardías antes que se agusane la piel.

Roberto Lobos - Daniela Piccione

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Y REPUGNA

La complicidad telúrica de estos ojos a los ajos es como la impunidad en las rutinas de ese vecino que no ve sino tinas en sus retinas y prende fuego una bandera yanqui como van al yin el gringo y el turco. El de arriba, si, ni más ni menos, el que vive en ese maldito piso de arriba porque el de abajo ya no puede pisar la inconsistencia de cada color, eso que le da forma a todas las cosas, y no puede vislumbrar su cuerpo ni el alambre donde cuelgan las prendas, porque no aprende, porque no puede prender un solo trapo, ni trepar al piso prendado de tropo.

El vecino de abajo ya no avecina, ni siquiera avizora el aviso de una próxima hora ni tiene un fetiche en el balcón para salvar su mísera selva cromada, como la malla de aquel reloj que no tiene agujas, pero que contiene un abajo mas allá del abajo al que no le interesa la acupuntura ni la superstición.

Como todo buen arriba que se supone como el ser al vicio del servicio de una escalera que no sube ni sabe de esa era calada. Es que también habrá otro arriba mas allá del abajo pero ¡oh casualidad! faltan diez minutos para que suenen las campanas de enfrente, para que sanen las panas de la frente en la catedral.

En el patio de atrás, donde se dormía sin sueño la tortuga bajo la parra, los ojos de los pájaros se disipaban. Y regaba, del otro lado de la cerca sus begonias con el ímpetu féliz de los voluntariosos, ella, regaba sin mirar la espalda de esas brisas, las maravillas. Y verla regar era todo, atrás o adelante, daba lo mismo.

Y todo seguirá así. Es lo que piensan los vecinos, después de todo; los de arriba y los de abajo, los del frente y los de atrás. Y quizás sea mejor así, quizás sea mejor una dimensión de la que no se conozca demasiado para que pueda volar libremente y no despeine ninguna moral decente pero no se sabe, nunca se sabe hasta que pasa, si es que pasa en verdad.

Y el vecino, maldición, parece el mismo. Se lo ve desmesurado pero al idiota parece no importarle en absoluto, pero se lo ve, claro que se lo ve. Y repugna.

Después vendrá el agua, después los tapará la tierra, el polvo en las pupilas y nadie abrirá las ventanas para atender al delivery que entregará un nuevo menú de arenas. Será la hora justa. Lo que esté mas allá de las bicicletas será, precisamente, la geografía adusta de las piernas de la mujer que vive atrás, sólo que ellos, el gringo y el turco, nunca se darán cuenta de nada.

Roberto Lobos - Fabricio Simeoni - Federico Tinivella


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