- Parecen despegadas de un libro, le dije, en el medio de una cruel combinación de sueño y perplejidad, que apenas sirvió para excusarme dada la trascendencia que mi amigo le otorgaba a esos amarillentos trozos de papel.
- Es verdad, puede ser, pero lo importante es de dónde provienen ¿adivinás?
- No, respondí, tratando de recomponer mi semblante.
- Se le cayeron al viejo cuando pasó frente a mí hace un rato.
- ¿En serio? ¿las leíste? Las preguntas salían a borbotones porque la sencilla alusión al Sr. Dovaserre acabó despabilándome por completo.
- Todavía no, fue la lacónica respuesta y entonces comprendí que Diego aguardaba que fuera yo quien leyera su hallazgo. No reparé en saber el motivo, al menos en ese momento.
- Después voy a leerlo tranquilo, mentí sin demasiada convicción y con la seguridad que estaba tomando entre mis manos un hierro candente cuya revelación, o análisis en todo caso, tendría imprevisibles consecuencias.
- Por la tarde nos juntamos y vemos qué pasa con esto, ¿está bien?.
- ¡Pero si es un fragmento del Dr. Jekill y Mr. Hyde! Exclamé jubilosamente, y me vi a mí mismo como un Arquímedes moderno gritando su famoso eureka. Tal cual.
Sin embargo, y a pesar de descubrir el título de la obra, algo me decía que eso no era todo. Me convencí que, entre el dueño del ejemplar y el sentido de éste, tenía que haber más que una sencilla conjetura de mi imaginación.
- A vos te tiene verdaderamente obsesionado la intriga sobre este tipo y eso te hace suponer cosas extravagantes. Estás decididamente loco y te sugiero que no pierdas más tiempo con el asunto.
- Señor, el otro día recogimos estos papeles que se le cayeron, le insinuamos tímidamente.
- ¿Esto? No lo había notado. Gracias de todos modos. El agradecimiento sonó tan cortante que nos hizo suponer que ya no habría más diálogo y resolví jugarme el todo por el todo:
- ¿Puedo hacerle una pregunta?
- Puede, dijo casi sin dejar de caminar
- ¿Qué lleva dentro de la valija?
- Hace mucho que vengo suponiendo que ustedes tenían algunas dudas con respecto a mí. Es por la forma en que me miran. ¿No podrían disimularlo un poco, aunque sea por cortesía? En cuanto a su pregunta, joven, ¿están seguros que quieren saberlo?
- Por supuesto, respondimos, superponiéndonos en el apresuramiento por contestar.
Como en un gesto estudiado, nuestro interpelado se arrodilló sobre las baldosas de la vereda y, con sumo cuidado, apoyó la valija en el piso. Cuando abrió la tapa, ésta nos apuntó de modo que no podíamos ver su interior. Estirando el suspenso, y mirando tiernamente el contenido, nos preguntó:
- ¿Recuerdan ustedes que enviudé hace dos años?
- Si, contestamos, sin entender las razones de la cuestión.
- Deben saber que esa situación me ha provocado, desde aquel instante, una profunda tristeza. El vacío que representó la partida de mi esposa no conseguí llenarlo ni aún con ciertas técnicas que intenté practicar. He hecho lo que he podido y, si bien no es lo mismo, con estos resultados al menos me siento acompañado, que no es poco como comprenderán.
- ¿Podemos pasar del otro lado?, Le pregunté mientras dibujaba una mueca extraña.
- Claro, vengan, dijo entusiasmado.
- Querida, te presento a dos amigos que estaban deseosos de conocerte.
- ¿Es que acaso no van a presentarse?
- ¿Presentarnos? No lográbamos articular palabra. No sabíamos si echarnos a correr o aguardar la próxima sorpresa. Tampoco podíamos gritar ni llamar a nadie. Éramos conscientes que nadie nos creería jamás tamaña revelación.
- Vamos querido. Esta gente es aburrida y parecen vulgares charlatanes viendo un espectro. No tienen clase. Hoy quisiera desayunar cuanto antes. Sabes que odio el café frío y las medialunas me gustan tibias. Además se nos hace tarde para caminar por el Parque del Sol y prometiste cortarme flores de jacarandá para la mesita de luz, ¿recuerdas?.
- Sabrán entender, dijo como disculpándose.
Conocí el mar en enero de 1974. Tenía 10 años recién cumplidos y aquellas fueron mis primeras vacaciones en la costa. Ocurrió por la tarde, en un día totalmente nublado y con presagios de tormenta en el cielo. Apenas bajé del auto, luego de un interminable viaje iniciado la noche anterior, lo primero que hice fue salir disparado hacia la playa que estaba a pocos pasos de allí, y cuya pendiente impedía ver, desde la calle, el objeto de mis desvelos.
Al contemplarlo, se abrió ante mi un universo tan nuevo como inesperado. Embravecido por el viento, el mar se agitaba en furiosas olas que, al romper, levantaban un vapor de agua que podía observarse nítidamente desde mi posición. No era celeste ni azul sino oscuro, de una opacidad mucho mayor a la que había imaginado. En contraste, las espumosas crestas de la marejada le otorgaban unos toques de colores claros y esfumados como las pinceladas de los óleos sobre las telas de las pinturas.
Recuerdo que intenté mirar hacia los confines tratando de encontrar quién sabe qué cosa y no pude hacerlo. Presumí que, de tan difusa, la línea del horizonte quizás sería una ilusión, y pensé en las tempestades que azotaban los viajes de los héroes que, por esa época, leía con devoción. Al fin de cuentas, si el Tigre de la Malasia inflaba su pecho para enfrentar, y superar, terribles temporales en alta mar ¿qué miedo podía tener yo parado sobre un médano mirando semejante inmensidad?
Me dejé llevar por todas esas visiones ignorando, al mismo tiempo y sin darme cuenta, los gritos de mi madre para que bajara del baúl una parte del equipaje que habíamos trasladado desde Rosario. Cuando reaccioné, el tono había cambiado y el pedido se había transformado en una orden, de manera que decidí obedecerla con presteza. No fue un gesto casual. A cambio de mi diligente colaboración les imploré a los dos que me dejaran ir al agua. Quería ver, de una vez por todas, cómo era eso. Definitivamente, ya no soportaba más la espera.
Está fresco, te vas a resfriar, dijo mi madre; recién llegamos, por qué no vas mañana, agregó mi padre. Debo haber insistido hasta ponerme caprichoso o un tanto insoportable porque, finalmente, accedieron y, toallón en mano, con mil y una recomendaciones zumbándome los oídos, partí rumbo a lo desconocido.
La playa era amplia y, como era tarde y en verdad hacía bastante frío, había muy poca gente. Aprovechando esa imprevista soledad, el viento, las ansias contenidas y la brusca sensación de libertad por encontrarme sin compañía, empecé a correr. Corrí hasta la orilla donde, mojándome los pies, comprendí que me aguardaban sorpresas absolutamente inesperadas: la temperatura del agua, más que invitar, ahuyentaba a cualquier bañista desprevenido como yo, pero decidí seguir adelante e introducirme con lo puesto. La remera blanca con la inscripción de Acapulco, obsequio de tía Irma tras su viaje por México, sólo consiguió aumentar mis temblores cuando se humedeció completamente pero ya nada me importaba. Ni el viento, ni el frío. Nada.
Luego de chapotear un rato, al mirar hacia la costa, vi que alguien me observaba. Era mi padre que, ante el avance de la noche, había venido a buscarme. Pensé en alguna reprimenda por el atraso o por haberme zambullido con ropas pero eso no sucedió. No dijo una palabra. Sólo miraba. Parecía entender la excitación que no conseguía, ni quería, disimular y me pareció adivinar que hasta se felicitaba interiormente por haber llegado a esa helada ribera atlántica atendiendo mis ruegos por descubrir el mar.
Volvimos uno junto al otro remontando los desniveles de la playa mientras las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer sobre nuestras cabezas haciendo ciertos los pronósticos meteorológicos de mi madre. Continuó el resto del camino sin abrir la boca y encendió su enésimo cigarrillo del día con un ademán placentero. Después señaló el rumbo hacia el departamento que habíamos alquilado con la mano derecha extendida y hacia allí nos dirigimos poniéndole punto final a la agotadora jornada.
Reconozco que me sentí feliz. Había cumplido conmigo y con mis expectativas y, vista la imparcialidad que otorga la distancia de los años transcurridos desde entonces, creo que con las de él también.
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