Estoy acostumbrado a acostumbrarme / con el insignificante sentido de las palabras / y no sé si el hombre le dio horas al tiempo / o el tiempo horas al hombre. Estoy libre en mis prisiones / calma siniestra por escapar / y no sé si los dioses crearon / el mundo para los hombres / o los hombres el mundo para los dioses / Estoy viviendo mi muerte / tácito pasillo que aborrece de oscuridad / y no sé si soy yo quien intenta escribir / o escribe quien intenta ser yo. "Hombre" de Fabricio Simeoni

14 de agosto de 2006

Prosas sueltas

LA VALIJA

Siempre pensé que era un tipo raro Ernesto Dovaserre. Yo era uno más entre quienes vivíamos en el barrio y definitivamente lo mirábamos con una maliciosa mezcla de temor y desprecio. Nunca nos preguntamos el porqué de tan tendenciosa conducta, pero lo observábamos y nos referíamos sobre él en esos términos cuando ocupaba el centro de nuestras conversaciones.
Era sesentón, alto, delgado, vestía formalmente y, como un símbolo más de su estampa, portaba un maletín negro que concentraba toda nuestra curiosidad.
No tengo presente que nos detuviéramos a parlotear sobre la combinación de tonos que usaba, bastante ridículos por cierto, en sus trajes, camisas y corbatas. Tampoco nos llamaban demasiado la atención sus extraños sombreros o sus gastados zapatos de suela de goma. Todos estos son detalles que logré recuperar con los años.
En realidad, nada nos importaba más que descubrir el interior del bártulo que el Sr. Dovaserre sostenía cada vez que lo veíamos pasar caminando rumbo a un lugar que, también, nos era absolutamente desconocido pues, habida cuenta de nuestros pruritos hacia él, jamás nos habíamos atrevido a preguntarle acerca de cuál era el destino final de su trayecto.
Teníamos, en rigor, diversas fantasías sobre este hombre que abarcaban, tanto al contenido de su bulto como al lugar donde marchaba diariamente. Competíamos entre todos para escuchar quién contaba la historia más convincente sobre ese abanico de opciones y, a partir de allí, la repetíamos de boca en boca como un relato divino al cual no se le discutía ni el argumento ni la veracidad de su mensaje. Íbamos agregándole capítulos a la leyenda del Sr. Dovaserre –que nosotros mismos habíamos creado- y a la que le incorporábamos elementos de todo tipo disfrazando nuestra falta de coraje para averiguar, con métodos muy simples claro, la razón última de nuestros desvelos: las entrañas de su valija.
Recuerdo perfectamente cuando Diego tocó el timbre de mi casa una mañana muy temprano para mostrarme, entre jadeos y agitación, el tesoro que había conseguido: un manojo de viejísimas hojas.
- Parecen despegadas de un libro, le dije, en el medio de una cruel combinación de sueño y perplejidad, que apenas sirvió para excusarme dada la trascendencia que mi amigo le otorgaba a esos amarillentos trozos de papel.
- Es verdad, puede ser, pero lo importante es de dónde provienen ¿adivinás?
- No, respondí, tratando de recomponer mi semblante.
- Se le cayeron al viejo cuando pasó frente a mí hace un rato.
- ¿En serio? ¿las leíste? Las preguntas salían a borbotones porque la sencilla alusión al Sr. Dovaserre acabó despabilándome por completo.
- Todavía no, fue la lacónica respuesta y entonces comprendí que Diego aguardaba que fuera yo quien leyera su hallazgo. No reparé en saber el motivo, al menos en ese momento.
- Después voy a leerlo tranquilo, mentí sin demasiada convicción y con la seguridad que estaba tomando entre mis manos un hierro candente cuya revelación, o análisis en todo caso, tendría imprevisibles consecuencias.
- Por la tarde nos juntamos y vemos qué pasa con esto, ¿está bien?.
Mi buen amigo partió y yo me quedé con su discutible trofeo. Sin embargo, los deseos de devorarme ese fragmento de texto fueron más fuertes que el cotidiano café con leche y, postergando el desayuno, me encerré a leer el bendito papiro.
A medida que avanzaba con la lectura, mi mente trataba de recordar dónde había leído los párrafos que ahora tenía ante mis ojos. No era la única cosa que me asaltaba. También contribuía a desviar mi atención los esfuerzos que hacía para unir al Sr. Dovaserre con la trama del libro que estaba leyendo. Y no hubo caso: no encontré ninguna relación.
- ¡Pero si es un fragmento del Dr. Jekill y Mr. Hyde! Exclamé jubilosamente, y me vi a mí mismo como un Arquímedes moderno gritando su famoso eureka. Tal cual.
Sin embargo, y a pesar de descubrir el título de la obra, algo me decía que eso no era todo. Me convencí que, entre el dueño del ejemplar y el sentido de éste, tenía que haber más que una sencilla conjetura de mi imaginación.

- A vos te tiene verdaderamente obsesionado la intriga sobre este tipo y eso te hace suponer cosas extravagantes. Estás decididamente loco y te sugiero que no pierdas más tiempo con el asunto.
Las palabras de Diego luego de escuchar mis sospechas sobre una vinculación entre el clásico de Stevenson y la conducta de Dovaserre sonaron, casi, como un reto materno y, ante la lógica ausencia de evidencias sustentando mis ideas, tuve que aceptar, resignadamente, que mi amigo quizás tenía razón.
Me propuse, entonces, intentar establecer algún diálogo con el personaje de la valija y se me ocurrió que, para eso, sería una buena oportunidad iniciar, como casualmente, alguna charla con él. No me resultaba fácil dar ese primer paso porque el temor que me producía la cercanía de su presencia se revelaba, entre otras cosas, en ligeros temblores de mis piernas.
Decidí que era cuestión de tomar coraje y que la mejor forma de ahuyentar fantasmas inexistentes era arrojar por la ventana todos los miedos. Pensé que éste era un caso donde el fin justificaba los medios y, sin tenerlos muy claros, me mentalicé para descomprimir mi aversión.
Estábamos con Diego apoyados contra la pared de un baldío contiguo al jardín de mi casa cuando lo vimos venir doblando la esquina: ambo de color marrón, camisa verde tenue y corbata azul. Los mismos zapatos de siempre y un panamá bastante desvencijado, a modo de chambergo, sobre su cabeza. Elevé la mirada hacia el cielo y me pregunté para qué luciría el sombrero si estaba nublado pero sacudí la cabeza para no desconcentrarme.
A medida que se acercaba comprendimos que nuestra hora había llegado: lo abordaríamos aunque el resultado fuera un fracaso porque ya no soportábamos continuar con el misterio sin descifrar. Además conoceríamos, para envidia del vecindario, la verdad de la leyenda. Tratando de aparentar una naturalidad que no teníamos, sólo estábamos separados por una decena de metros la primera vez que nos miramos, los tres, a los ojos, en forma simultánea.
- Señor, el otro día recogimos estos papeles que se le cayeron, le insinuamos tímidamente.
- ¿Esto? No lo había notado. Gracias de todos modos. El agradecimiento sonó tan cortante que nos hizo suponer que ya no habría más diálogo y resolví jugarme el todo por el todo:
- ¿Puedo hacerle una pregunta?
- Puede, dijo casi sin dejar de caminar
- ¿Qué lleva dentro de la valija?
Repentinamente detuvo su marcha, se dio vuelta y nos miró como sorprendido: era evidente que no esperaba esa consulta y me alegré por haber conseguido detener su marcha.
- Hace mucho que vengo suponiendo que ustedes tenían algunas dudas con respecto a mí. Es por la forma en que me miran. ¿No podrían disimularlo un poco, aunque sea por cortesía? En cuanto a su pregunta, joven, ¿están seguros que quieren saberlo?
La inesperada tranquilidad de su respuesta sólo agregó más intriga a la inquietud. Había sido tanto el tiempo que había transcurrido imaginándonos protagonistas de ese momento que no podíamos creer la facilidad con que lograríamos develar aquella gran incógnita.
- Por supuesto, respondimos, superponiéndonos en el apresuramiento por contestar.
Como en un gesto estudiado, nuestro interpelado se arrodilló sobre las baldosas de la vereda y, con sumo cuidado, apoyó la valija en el piso. Cuando abrió la tapa, ésta nos apuntó de modo que no podíamos ver su interior. Estirando el suspenso, y mirando tiernamente el contenido, nos preguntó:
- ¿Recuerdan ustedes que enviudé hace dos años?
- Si, contestamos, sin entender las razones de la cuestión.
- Deben saber que esa situación me ha provocado, desde aquel instante, una profunda tristeza. El vacío que representó la partida de mi esposa no conseguí llenarlo ni aún con ciertas técnicas que intenté practicar. He hecho lo que he podido y, si bien no es lo mismo, con estos resultados al menos me siento acompañado, que no es poco como comprenderán.
Creí, sinceramente, que iba a llorar. Hasta le noté los ojos vidriosos pero no pude evitar un escalofrío junto a un agudo presentimiento de terror. Tragué saliva y miré a Diego: estaba tan absorto como yo y parecía estar contemplando a Satanás.
- ¿Podemos pasar del otro lado?, Le pregunté mientras dibujaba una mueca extraña.
- Claro, vengan, dijo entusiasmado.
Reaparecieron mis temblores en las piernas al caminar pero, tomando a Diego por su brazo, nos dimos fuerzas mutuamente y rodeamos al objeto de nuestros desvelos. La visión fue indescriptible. Atónitos, nos quedamos sin habla y, viéndonos en semejante estado de estupefacción, el hombre decidió continuar con el ritual ya iniciado.
- Querida, te presento a dos amigos que estaban deseosos de conocerte.
Impávida, ante nuestras caras transformadas en un único gesto de horror, estaba la cabeza de la Sra. Dovaserre examinándonos grácilmente. Tenía un indisimulable rictus de enojo y la pulcritud de su estado demostraba un cuidadoso esmero para conservarla indeleble: un peinado prolijo y unos bellos y profundos ojos negros, perfectamente delineados, contrastaban con elegancia el colorado brillo de sus labios. Una dosis razonable de colorete sobre ambos pómulos ocultaba cualquier palidez inoportuna.
- ¿Es que acaso no van a presentarse?
- ¿Presentarnos? No lográbamos articular palabra. No sabíamos si echarnos a correr o aguardar la próxima sorpresa. Tampoco podíamos gritar ni llamar a nadie. Éramos conscientes que nadie nos creería jamás tamaña revelación.
- Vamos querido. Esta gente es aburrida y parecen vulgares charlatanes viendo un espectro. No tienen clase. Hoy quisiera desayunar cuanto antes. Sabes que odio el café frío y las medialunas me gustan tibias. Además se nos hace tarde para caminar por el Parque del Sol y prometiste cortarme flores de jacarandá para la mesita de luz, ¿recuerdas?.
- Sabrán entender, dijo como disculpándose.
Acto seguido, con la misma ternura y tranquilidad con que había desplegado el maletín, don Ernesto Dovaserre lo cerró, se levantó y nos saludó inclinándose levemente para retomar su marcha como si nada hubiera sucedido. Como todos los días.Tiesos como estacas, con Diego nos quedamos pensando en los jacarandáes: florecen solamente en verano y esto nos ocurrió, cómo olvidarlo, un gélido quince de agosto de mil novecientos setenta y nueve.


EL MAR

Conocí el mar en enero de 1974. Tenía 10 años recién cumplidos y aquellas fueron mis primeras vacaciones en la costa. Ocurrió por la tarde, en un día totalmente nublado y con presagios de tormenta en el cielo. Apenas bajé del auto, luego de un interminable viaje iniciado la noche anterior, lo primero que hice fue salir disparado hacia la playa que estaba a pocos pasos de allí, y cuya pendiente impedía ver, desde la calle, el objeto de mis desvelos.

Al contemplarlo, se abrió ante mi un universo tan nuevo como inesperado. Embravecido por el viento, el mar se agitaba en furiosas olas que, al romper, levantaban un vapor de agua que podía observarse nítidamente desde mi posición. No era celeste ni azul sino oscuro, de una opacidad mucho mayor a la que había imaginado. En contraste, las espumosas crestas de la marejada le otorgaban unos toques de colores claros y esfumados como las pinceladas de los óleos sobre las telas de las pinturas.

Recuerdo que intenté mirar hacia los confines tratando de encontrar quién sabe qué cosa y no pude hacerlo. Presumí que, de tan difusa, la línea del horizonte quizás sería una ilusión, y pensé en las tempestades que azotaban los viajes de los héroes que, por esa época, leía con devoción. Al fin de cuentas, si el Tigre de la Malasia inflaba su pecho para enfrentar, y superar, terribles temporales en alta mar ¿qué miedo podía tener yo parado sobre un médano mirando semejante inmensidad?

Me dejé llevar por todas esas visiones ignorando, al mismo tiempo y sin darme cuenta, los gritos de mi madre para que bajara del baúl una parte del equipaje que habíamos trasladado desde Rosario. Cuando reaccioné, el tono había cambiado y el pedido se había transformado en una orden, de manera que decidí obedecerla con presteza. No fue un gesto casual. A cambio de mi diligente colaboración les imploré a los dos que me dejaran ir al agua. Quería ver, de una vez por todas, cómo era eso. Definitivamente, ya no soportaba más la espera.


Está fresco, te vas a resfriar, dijo mi madre; recién llegamos, por qué no vas mañana, agregó mi padre. Debo haber insistido hasta ponerme caprichoso o un tanto insoportable porque, finalmente, accedieron y, toallón en mano, con mil y una recomendaciones zumbándome los oídos, partí rumbo a lo desconocido.

La playa era amplia y, como era tarde y en verdad hacía bastante frío, había muy poca gente. Aprovechando esa imprevista soledad, el viento, las ansias contenidas y la brusca sensación de libertad por encontrarme sin compañía, empecé a correr. Corrí hasta la orilla donde, mojándome los pies, comprendí que me aguardaban sorpresas absolutamente inesperadas: la temperatura del agua, más que invitar, ahuyentaba a cualquier bañista desprevenido como yo, pero decidí seguir adelante e introducirme con lo puesto. La remera blanca con la inscripción de Acapulco, obsequio de tía Irma tras su viaje por México, sólo consiguió aumentar mis temblores cuando se humedeció completamente pero ya nada me importaba. Ni el viento, ni el frío. Nada.

Luego de chapotear un rato, al mirar hacia la costa, vi que alguien me observaba. Era mi padre que, ante el avance de la noche, había venido a buscarme. Pensé en alguna reprimenda por el atraso o por haberme zambullido con ropas pero eso no sucedió. No dijo una palabra. Sólo miraba. Parecía entender la excitación que no conseguía, ni quería, disimular y me pareció adivinar que hasta se felicitaba interiormente por haber llegado a esa helada ribera atlántica atendiendo mis ruegos por descubrir el mar.

Volvimos uno junto al otro remontando los desniveles de la playa mientras las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer sobre nuestras cabezas haciendo ciertos los pronósticos meteorológicos de mi madre. Continuó el resto del camino sin abrir la boca y encendió su enésimo cigarrillo del día con un ademán placentero. Después señaló el rumbo hacia el departamento que habíamos alquilado con la mano derecha extendida y hacia allí nos dirigimos poniéndole punto final a la agotadora jornada.

Reconozco que me sentí feliz. Había cumplido conmigo y con mis expectativas y, vista la imparcialidad que otorga la distancia de los años transcurridos desde entonces, creo que con las de él también.

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