Estoy acostumbrado a acostumbrarme / con el insignificante sentido de las palabras / y no sé si el hombre le dio horas al tiempo / o el tiempo horas al hombre. Estoy libre en mis prisiones / calma siniestra por escapar / y no sé si los dioses crearon / el mundo para los hombres / o los hombres el mundo para los dioses / Estoy viviendo mi muerte / tácito pasillo que aborrece de oscuridad / y no sé si soy yo quien intenta escribir / o escribe quien intenta ser yo. "Hombre" de Fabricio Simeoni

9 de marzo de 2008

Calendario

Cuando vio a la chica detenerse frente a la doble hilera de autos que aguardaban la luz verde del semáforo imaginó que sería privilegiado espectador de otra sesión de malabarismo o bien de una audaz rutina de circo callejero donde escupirían llamaradas de fuego desde la boca. Nada de eso sucedió. Para su sorpresa, la chica se acercó a su ventanilla y entonces supuso que pediría limosna o algo para comer. Tampoco eso sucedió. Bajó el vidrio y se encontró que le alcanzaba un almanaque con una pequeña tarjeta anunciando que el precio era sólo un peso.
Miró a la chica y dudó. Se le ocurrió decirle que ya lo había comprado, que no quería, que no tenía esa moneda que le pedía y diversas variantes para la misma excusa. Volvió a mirarla y la firmeza impasible del rostro que lo enfrentaba logró que se dejara convencer por la improvisada vendedora e intercambiara chirola por mercancía.
Un par de bocinazos de quienes estaban detrás lo sacaron bruscamente del letargo; puso primera y aceleró velozmente rumbo a su destino. Sin prestar demasiada atención a lo que acababa de adquirir, lo depositó dentro de la guantera del auto para archivarlo apenas regresara a su casa y sintió que el ocasional episodio se había cerrado.
El sereno de la cochera lo recibió cordial como de costumbre; le sonrió, pasó la tarjeta magnética por el lector de código de barra y, al levantarse la barrera, comenzó a subir los cuatro pisos que lo separaban de su ubicación en del estacionamiento.
Completadas las maniobras detuvo el motor y, al abrir la puerta, notó que no había cerrado con llave la guantera. Recordó entonces la escena del almanaque y metió la mano para llevarlo en su bolsillo. Se dijo que para algo le serviría.
La oficina estaba sola. En definitiva tampoco le molestaba demasiado esa soledad. Encendió las luces, la computadora y, cual acto reflejo, el equipo de música también se prendió comenzando a liberar una potente y programada sucesión de blues.
Se quitó el sobretodo y, recostándose sobre la silla, desplegó el almanaque sobre el escritorio. Una vez más, el tema reaparecía insertado en su habitualmente imperturbable cotidianeidad.
El calendario no era nada excepcional en cuanto a diseño, ni siquiera tenía dibujos o figuras que completaran la escala y presentación de los días y meses del año. Ahora que lo tenía entre sus manos y, empezando por el principio, desplegó la primera hoja y recordó que ese mes tenía muchas fechas para no olvidar. Mentalmente hizo una rápida enumeración y comprobó que estaba en lo cierto: de los treinta y un días no había ninguno que no evocara alguna cosa que le hubiera sucedido o fuese aniversario de algo.
Angustiado, decidió pasar a febrero y, algo más frenéticamente, verificó que pasaba exactamente lo mismo: aún con menos días, el segundo mes del año también ofrecía en cada uno de ellos sucesos para recordar el número del día. Cosas buenas y cosas malas pero que, al fin, hacían imposible no relacionar el día con el número.
Se sirvió un café, apagó la música y se dispuso a repasar todo el almanaque a ver si ocurría lo mismo hasta el lejano mes de diciembre. A medida que transcurría el año sobre las hojas de papel se reiteraba el curioso fenómeno de tener todos los días una efeméride personal y entonces comenzó a girar las páginas cada vez más despacio, titubeante y se convenció que esa situación no era normal, que no era posible que todos los días estuvieran llenos de recuerdos; que hubiese algunos vaya y pase pero todos era demasiado. Recorrió abril, pasó mayo y también junio y el resultado, para su disgusto, era siempre el mismo.
Cerró el calendario mirando a los costados como si se sintiese perseguido y empezó a imaginar qué día de cualquier mes era intrascendente, sin motivos para regresar al pasado pero su excitación lo hizo retroceder volviendo a abrir el calendario. Lo daba vuelta, lo doblaba, pasaba las hojas con rapidez, se abanicaba y entonces, de improviso, sintió que lo había encontrado, que quedaba uno pendiente, vacío, que luego vería de marcarlo en la agenda como si esas cosas pudiesen preverse tan fácilmente.
Se preguntó qué día era, dado que desde que había llegado a la oficina sólo se había ocupado de la fecha y, riéndose, se percató que coincidía con el espacio en blanco que debía marcar en el almanaque y que había sido fruto de su búsqueda incesante hasta minutos antes.
No pudo evitar reírse de sí mismo. El único día que no había logrado encontrar con algo merecedor de recuerdo era, casualmente, el día que estaba transcurriendo. Lo señalaré para recordar que este día encontré el día que mi memoria no recuerda ningún episodio de esos que merezcan ser inolvidables.
Miró por la ventana de ese séptimo piso y vio que era una soleada mañana de invierno. Se dijo que quizás no le vendría mal caminar un rato para despejarse. No lo volvió a pensar y en unos minutos llegó a la planta baja del edificio. Hacía más frío del que esperaba pero no se desanimó y decidió seguir adelante con la caminata. El reloj de la parroquia de la esquina marcaba las diez y media de ese minúsculo día donde, por fin, no tenía nada que recordar, que era el único y diminuto hueco en su vida que había quedado virgen de olvido. Era, ni más ni menos, que eso: un día sin marcar; y tan concentrado estaba en esos pensamientos que cruzó sin mirar el tránsito frente a la cochera.
El día que había dejado sin señalar tenía, sin que lo supiera, la sencilla marca de una cruz en el pequeño calendario comprado por un peso.

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