Estoy acostumbrado a acostumbrarme / con el insignificante sentido de las palabras / y no sé si el hombre le dio horas al tiempo / o el tiempo horas al hombre. Estoy libre en mis prisiones / calma siniestra por escapar / y no sé si los dioses crearon / el mundo para los hombres / o los hombres el mundo para los dioses / Estoy viviendo mi muerte / tácito pasillo que aborrece de oscuridad / y no sé si soy yo quien intenta escribir / o escribe quien intenta ser yo. "Hombre" de Fabricio Simeoni

13 de febrero de 2010

Vacaciones

Estoy en la playa. Intento abstraerme de diferentes cosas que me rodean para entender y explicar dentro de mí esa difusa y complaciente idea acerca del verdadero significado de la palabra vacaciones. El día amaneció espléndido. La temperatura, de a poco, se va elevando haciendo sentir un calor por ahora soportable y cuyo rigor está matizado por una leve brisa que llega desde el mar. La gente, en cantidades inverosímiles para mi gusto, va arribando con su equipaje o con lo puesto y, como suele suceder con las costumbres, el deseo y la resignación por el hacinamiento se confunden sobre una frontera gris de interminable longitud.

Decido comenzar a caminar sobre la orilla y evitar el ojo de la muchedumbre mojándome los pies para amortiguar el impacto de la diferencia entre el nivel calórico de mi cuerpo y el agua. Nunca me ha resultado una situación agradable ingresar al mar y voy comprobando que, con los años, esta sencilla circunstancia se va agudizando. A veces me pregunto cuál es el sentido de darse un baño casi helado cuando en la ciudad, aún en verano, prefiero una ducha caliente aunque también, debo admitirlo, una vez templada la osamenta disfruto de las olas como cualquier mortal. Debe ser parte de algún enigma o fantasía que permanece encerrado en ese oasis de tiempo liberado que abrimos ocasionalmente y al que visitamos para el descanso y momentáneo olvido de las preocupaciones y lastres que nos han atormentado durante casi todo el resto del año.

A medida que me desplazo hacia el norte del balneario, la aglomeración va disminuyendo en la misma proporción que la infraestructura preparada para recibir a los veraneantes. Una vez que me encuentro a playa abierta, sólo acompañado por algunos tímidos médanos que asoman a unos cien metros a mi izquierda y el constante sonido de la brisa que ha mutado en viento, comprendo que el pequeño estado de felicidad que se va apoderando de mí tiene que ver con la sensación de encontrarme en soledad. Apenas el sol, impiadoso, es el único testigo de mis pasos y tampoco él, desde allá arriba y a pleno sobre mi cabeza, puede entender el regocijo de avanzar y avanzar sin saber hasta dónde, simplemente hasta que tenga ganas o hasta que mis piernas flaqueen o manifiesten innegables muestras de cansancio.

Ya no hay gente. No hay autos. No hay sonidos que no sean naturales. Dentro de las huellas de arena humedecida que han dejado los gruesos neumáticos de una camioneta, tres gaviotas suben y bajan dejándose llevar por el viento con unos movimientos tan gráciles que me provocan envidia. Imagino, por lo pronto, cómo sería contemplar desde las alturas este módico paseo. Me detengo, intento pasar desapercibido con la idea de aproximarme lentamente pero no lo logro. Inmóvil, las aves igual detectan mi presencia y se elevan rápidamente aún cuando la distancia que nos separa sea considerable. No se muestran amistosas ni, mucho menos, dispuestas a dejarse mirar de cerca por un perfecto extraño como es mi caso.

Más adelante, siguiendo el rumbo, me sorprendo al divisar en un páramo despoblado como éste a una persona sentada bajo una sombrilla en una de esas reposeras de caño y tela multicolor que son tan comunes para exponerse al sol. Calculo en una media cuadra el trayecto hasta su ubicación pero lo que sí puedo observar, nítidamente, es que se trata de un hombre y que está leyendo. No hay nadie más alrededor. Estamos solamente él y yo, pienso, mientras continúo acercándome en medio de la desolación que nos sirve de contorno.

Metros antes de pasar a su lado comienzo a inquietarme. No consigo distinguir su cara puesto que el libro justo le tapa el rostro y su cabeza, pese a estar protegida por la modesta sombra que da la sombrilla, está cubierta por un gorro marinero. En realidad mi inquietud proviene de leer el título del volumen que el inesperado turista está leyendo: “Mi lucha”. Cuando me restaban unos pocos pasos para superar su línea me detuve instantáneamente. Confieso que en pocos segundos imaginé que detrás de las tapas del libro se esconderían las facciones de un monstruo desembarcado en estas costas hace décadas y cosas por el estilo pero lo cierto fue que mi movimiento se reveló tan evidente e indisimulado que el hombre bajó el libro y entonces comprobé que no era quien había supuesto releyendo esos textos sino un tipo joven, de barba rojiza y con un cigarrillo en su boca.

Por un instante estuve tentado de preguntar el por qué de su lectura, el motivo de la elección en definitiva, pero preferí el silencio para no iniciar ninguna polémica. Sin embargo, mi cara cambió de improviso modificando el gesto que tenía para convertirse en otro mucho más serio cosa que, supongo, él también debe haber notado. Mis piernas, por esos momentos, casualmente o no, ya no fueron las mismas y comenzaron a hacerme saber que sus músculos requerían iniciar el retorno y así lo hice. Con una discreta media vuelta, dentro de lo que puede llamarse discreción en un entorno de absoluta soledad, emprendí el regreso sin siquiera darme vuelta para verificar que la aparición correspondía efectivamente a un turista y no a una alucinación producto de mi fatiga por la caminata. El episodio, en verdad, había colmado mi capacidad de asombro.

Al levantar la vista mirando hacia el frente advertí que todavía quedaban unos kilómetros hasta reencontrarme con el enjambre de bañistas que había sorteado un par de horas antes y que el calor se hacía sentir mucho más dado que el viento parecía haber cambiado de dirección soplando a mis espaldas. A pesar de todo es una suerte, me dije: volver con viento a favor será más rápido, menos cansador y, si apuro el tranco, quizás llegue justo para la hora del almuerzo.

La marcha fue, con chapuzón incluido y como era previsible, sin sobresaltos, y volviendo a contemplar todos y cada uno de los elementos integradores del paisaje que me acompañaron a la ida, salvo aquel hombre de la reposera y su libro cuya imagen todavía gira en mi cabeza.

Será, intento convencerme, parte del misterio del significado de la palabra vacaciones.

1 comentario:

Paula Aramburu dijo...

qué lindo texto, robert! espero que a pesar de la muchedumbre y el frío del mar (que sería todo un placer para mí con este calor insoportable en la ciudad!)lo estés pasando muy bien.
bs