Aquella noche ella y yo formábamos un tablero de ajedrez con las piezas a punto de estallar. Sobre la última hilera de cuadros, imitando el horizonte, se divisaba la silueta de un volcán mezclada entre las nubes. Temible, imponente, lo suponíamos dormido aunque también sospechábamos que podía lanzarnos la erupción más violenta, la más imprevista.
Y fue así, envueltos en esa hirviente anarquía que devora las culpas, como despertamos en medio de la madrugada. Y fue ahí, en la penumbra de la habitación, donde el televisor encendido mostraba una escena de guerra tan cruel que esa ferocidad fue la que nos empujó hacia desconocidas profundidades.
En la cama, por esos momentos y sin darnos cuenta, las sábanas todavía estaban húmedas y retorcidas. Hasta parecían tibias…
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