Cambiar de lugar, cambiar de vista. Ahogando el aire, filtrando la luz. Porque soplan otros vientos, alumbran otros soles. Las noches rozan distinta oscuridad, los atardeceres inundan nuevas ventanas. Flotamos, yacemos, nos movemos en un desconocido laberinto de olores y miradas. Nos sentimos despojados, nos descubrimos desnudos. Desconfiados, impotentes, extranjeros, encontramos que las sombras se escapan, se pierden buscando contornos anteriores que no volverán, que han dejado de existir. Del mismo modo que nosotros, que algún día también desapareceremos, los rastros de aquellas antiguas siluetas acabarán sepultadas por el vaivén de los días, por el brillo inestable de los tiempos. Entonces, hasta que esos presagios se conviertan en certezas, seremos siempre los que estamos llegando, seremos siempre los que ya se marcharon. Muchos y ningunos. Nos iremos transformando lentamente con la comunión de sus cuerpos y las marcas de sus espacios, con las cicatrices de sus recuerdos y la fugacidad de sus amores. Seremos unos, seremos todos. Habrá llegado el día. Nos habremos mudado de casa, de memoria, de vida. Y entre un silencio de voces, con calma y resignación, un simple juego de palabras nos revelará, como tantas cosas, que quizás morir sólo sea mudarse una vez más sin siquiera darnos cuenta.
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