Está allá. Lejos. Brilla.
Es una ciudad que no se ve, que no se toca, que no se alcanza.
Son viajeros, pasajeros de su atmósfera y de su espacio quienes han dicho, entonces, lo que se dice, lo que se sabe de ella. Son los mismos que han contado, entregado su memoria, sus visiones, sus recuerdos. No hay, no ha habido papeles escritos, ni libros, ni diarios. Apenas oír esas historias de boca en boca, escucharlas en silencio, con los ojos cerrados, como en un trance misterioso hasta que el aliento se corte y la visión se nuble con frenética lentitud. Los episodios que cuentan se hunden, se ahogan dentro de los protagonistas; sus fragmentos, sus pedazos, parecen sumergidos desde siempre.
Nadie es ajeno en Nevernot.
Nadie es ajeno a Nevernot.
Lo contó una vez un exiliado: las personas no se reconocen, no se miran, no se hablan. La mirada está clavada en un adelante indescifrable, en un mundo de palabras irreconocibles. Todos pertenecen a ese universo o llegan a él desde múltiples lugares atraídos por un imán escondido y de proporciones gigantescas.
Nevernot seduce.
Nevernot encanta.
También dijo que allí no existe el tiempo, que la noche fue devorada por el resplandor de una chispa que jamás pudo apagarse, que no hay comida ni tampoco agua pero que nadie parece notarlo. Aseguró que no se necesitan esas cosas y concluyó que todos la conocerán algún día.
Todos venimos de Nevernot.
Todos volveremos a Nevernot.
El resplandor, allá lejos, continúa brillando.
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