Plaza de Río Gallegos |
Te juro que no lo pensé, que fue pura
casualidad. Tenés que entenderlo porque no se trata de una mentira ni nada
parecido. ¿Acaso no creés en el azar? ¿Tampoco en el destino? Fue todo muy
rápido, muy simple: yo la encontré y ella ni siquiera me había visto. Tuve que
mirarla dos veces para asegurarme. Fue suficiente. No sabía que semejante
atracción podía suceder. Justo a mí que reniego de esos impactos a primera
vista. Debo haber sido bastante poco disimulado porque, de repente, ella giró violentamente
la cabeza para luego clavarme sus ojos. No dijo una sola palabra, no hizo
ningún gesto, apenas un ligero movimiento para agacharse bajo el árbol que nos
ocultaba en la oscuridad y que interpreté como una invitación para acercarme a
su lado. Pasa cualquier cosa en el corazón de las plazas de la ciudad. ¿Por qué
algunas son tan oscuras? ¿Será que nadie quiere ver demasiado en esos lugares? ¿Que
todos tienen miedo? Entonces, sin perder un segundo de tiempo, como si supiese lo
que necesitaba, ella abrió el bolso que le colgaba de los hombros mostrándome las
manos y desplegando uno por uno sus largos dedos. Mis pensamientos avanzaban a
una velocidad alucinante y fue inevitable mirarla con deseo, con una expresión
tan salvaje que no puedo explicar, y sobre la que me he preguntado más de una
vez si existirá una explicación justa para describir semejante mezcla de explosión,
sed y calentura. Más tarde, el final del encuentro fue el acostumbrado, y el
orgasmo de esos instantes fue fugaz, de una textura casi invisible. Ella, su
piel, su cuerpo, su vértigo, me abandonaron y recién ahora despierto. Camino y
camino como un autómata por los senderos de la plaza sin brújula ni horario. Sólo
eso. Como antes, como siempre y creo que nada cambiará, que nada sucederá. Por
lo pronto, mañana volveré a buscarla y quizás ella también me encuentre. La
inyección, imagino, será la misma.
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