Aeroparque Jorge Newbery - Capital Federal |
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Son ráfagas imprevistas, magnitudes ordenadas en
hileras anónimas. La visión que repasa esos movimientos desprolijos, sus apuros
y contramarchas, se esfuma entre los mismos ruidos, los mismos impulsos; se
convierte, sin siquiera intentar provocarlo, en una efímera superficie de
agitación, en algo tan pasajero, tan fugaz, como las huellas de la propia
mirada vagando por un aeropuerto.
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A veces son decenas, o cientos, pero de repente se
transforman en unos pocos y el enorme hall queda huérfano de sus sonidos y
pasos acelerados: apenas alguien que llora sobre un asiento, otro que pide un
taxi o habla por teléfono. El avión de LAN, mientras tanto, despegó a horario.
· La ansiedad, las horas de espera, las
vestimentas raras: todo vale, todo sirve para desconocer a los viajeros, incluso
a los que llegan para quedarse.
· El auto check in es una herramienta eficaz, un
avance tecnológico para mejorar la rapidez del servicio impensado tiempo atrás,
sobre todo por los sindicatos de aeronavegación.
· A pocos metros de distancia, un policía me mira
sin disimulo mientras bebo café y tomo apuntes. Acaso para su sorpresa, casi
como una curiosidad, escribo estas palabras en un cuaderno con la misma lapicera de hace
años mientras él intenta, sin demasiado éxito, hacer funcionar su I-pod.
· Las mascotas viajan en caniles o acondicionados
bolsos de mano, le aclaran. Luego se escuchan ruegos, lágrimas, y un coro de reclamos
caprichosos que no proviene de una niña malcriada: sucede que a la dueña le
impiden embarcar con su caniche en brazos.
· Todo es muy caro en los aeropuertos. Hasta los
precios menos despiadados asustan y algunos se atreven a decir que la gente debería
acostumbrarse. No lo logran conmigo. Es evidente que ciertos niveles de asombro, por suerte o por
desgracia, continúan sin remedio.
· En castellano y en formal inglés, los altavoces
anuncian que el vuelo demorará su partida unas módicas dos horas por “ausencia
de la tripulación”. La resignación y las maldiciones de los pasajeros no parecen
contagiar a un bochinchero grupo de brasileños: para ellos nada es tan grave
que no pueda paliarse con unas abundantes rondas de cerveza.
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