El viaje empezó el 21 de noviembre, pero en realidad había largado
bastante antes: tal vez la fecha precisa haya sido el mismo día que adquirimos
los tickets luego de sortear la absoluta ignorancia del evento por parte de la
expendedora de los boletos y de lograr cuatro butacas juntas en la misma fila
luego de una ardua búsqueda.
Cuando nos ofertaron la fila 9, con Fernando nos miramos como diciendo
“…no será una ubicación top, pero puede andar…”, y así fue, porque cuando
salimos del negocio, entradas en mano, ya podía olerse en el ambiente un clima
de previa que excedía en mucho la alegría por haber conseguido lo que habíamos
ido a buscar en esa mañana de octubre.
Luego vino el intento (estéril, en mi caso) de absorber la discografía
completa sumándole la música más esencial de su paso (no menos esencial) por King
Crimson; pero eso tampoco importó demasiado a la hora de emprender el camino
hacia la Capital Federal.
Al cabo de un puñado de horas, y ya en el enorme hall del coqueto Opera
Allianz, ingresamos ansiosos a la sala para verificar la ubicación elegida y
fue la primera sorpresa comprobar lo cerca que estábamos del escenario y lo
acertado de la elección en el mapa del teatro.
Lo primero, como siempre sucede, fue escuchar a un telonero con canciones
propias interpretadas al piano que se la pasó agradeciendo el respeto y el
silencio que le prestamos durante su breve y aceptable show.
Luego si, sin mucho trámite, sin ningún anuncio previo, y con la
naturalidad que la experiencia, los escenarios y todas las críticas le
reconocen, surgieron en fila india Tobias Ralph, Julia Slick y el gigantesco
Adrian Belew rumbo a sus instrumentos para hacernos entender que la hora había
llegado y que ya estaban listos para entregar una verdadera aplanadora musical.
A puro rock, a puro pulso y a pura inspiración fueron desgranándose
pedazos de un repertorio tan amplio como variado y que no dejaba hueco alguno donde
imaginar la más mínima fisura: un baterista salvaje y una bajista implacable hacían
lo suyo con una solidez tan formidable que la guitarra fluía sobre esa base
rítmica en el borde de un descontrol que jamás ocurriría.
Y a eso, debe agregarse la voz, que no es poco y que se ha mantenido como
si el tiempo no pasara.
Varias veces Octavio me dijo “…ya está, con esto me pagó la entrada y el
viaje también…”, Patricio parecía tan hipnotizado como inmóvil (llegué a dudar
de sus parpadeos) y Fernando disfrutaba con ojos entrecerrados acaso intentando
retener cada movimiento, cada nota que se entregaba desde el escenario. Yo, más
recatado, prefería clavar la mirada en el modo que la batería sostenía unos ritmos imposibles y las cuerdas de la guitarra
se incendiaban mientras luchaban por estallar entre los dedos de su amo y
señor.
Hasta que surgió lo inesperado: un complicado cierre de canción acabó con
un “…hacemos un break, ten minutes…”, dijeron, y se marcharon dejando la
sensación que algo malo había ocurrido con el sistema de sonido o con la parafernalia
electrónica de la configuración de los instrumentos.
Minutos de angustiosa espera, de mirar con avidez el frenético trabajo de
los ingenieros sobre las computadoras y el retorno a la “normalidad” cuando
confirmaron el inconveniente con un sencillo “…estas cosas pasan…”
Antes de arrancar la etapa 2 y tratar de retomar la efervescencia de la
primera parte, un simple mensaje fue como una declaración de principios ante
tanta reverencia: “…como premio a la paciencia, haremos algunos bonus tracks…”
y fue suficiente, como repetiría Octavio más tarde, para sentir que ese gesto
equivalía a la plata mejor gastada.
Porque, aunque parezca un constrasentido, asomaron la faceta más humana y
la clase de Belew para comprender sin fastidiarse que debería modificar parte
del repertorio preparado. Y desde ese momento se sucedieron canciones con
diferentes ritmos, con menores trucos de sonido pero entregando toda su pureza,
dejando al desnudo la enorme riqueza de su autor y la exquisita comprobación
que pertenece al universo terrenal sin pretender mostrarse como otra cosa.
Porque la cuestión fundamental acabó siendo justamente esa: decir con la
música, y a partir de un insospechado contratiempo, que nada puede detener el
talento, que los sonidos están más allá de cualquier avatar y que el deseo de
compartir lo suyo con la gente, del modo que sea, es absolutamente genuino.
Cuando saludaron, cuando no hicieron ningún bis, comprobamos que el héroe
de la guitarra (esa noche) había sido tan humano como nosotros, los que lo habíamos contemplado desde la platea.
Atrás habían quedado un par de horas irrepetibles y la certeza de haber
escuchado piezas memorables: desde Men in helicopters, Big electric cat o Three
of a perfect pair hasta versiones únicas de Matte Kudassai y el fantástico cierre
con Indiscipline.
Fue eso y fue todo. No hubo más ¿había más acaso?, ¿queríamos más? Tal
vez si pero, al mismo tiempo, tal vez no. Adrian Belew bajó por un rato desde
algún incierto lugar para regalar la magia de su música, el exquisito ensamble
de experimentación, virtuosismo violero y pop sinfónico en las dosis más
exactas que cualquier alquimista musical pueda imaginar.
Y entonces, habiendo superado la medianoche, nos miramos todos a los ojos
y en ese momento comprendimos que nos había alcanzado, colmado de tal modo cada
uno de los sentidos que el viaje sólo había sido un tránsito, un fugaz
paréntesis dentro de un mundo de urbanas excusas para confirmar que algunos
elegidos, a veces, se visten de mortales.
Pudimos comprobarlo: estuvimos ahí.
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