“King Crimson solicita y agradece que los asistentes no utilicen ningún elemento
de tecnología para grabar, fotografiar o filmar este recital”. Palabras más,
palabras menos, una dama en español y luego un caballero en amable inglés se
dirigieron al público advirtiendo verbalmente lo mismo que un cartel anunciaba
desde el escenario acerca de qué ocurriría con aquel que desafiara los deseos
de los integrantes de la banda que habíamos ido a ver colmando un Luna Park
esplendoroso. Más allá de lo comprensible o incomprensible del asunto, esas
fueron las pautas del juego que marcaban, además, que Tony Levin sería el
encargado de dar el visto bueno para tomar fotografías cuando él captara
imágenes con su propia camarita, sólo que eso ocurriría una vez que el show
hubiese concluido y los siete estuvieran saludando a la multitud.
Aún sin compartir la idea, la regla se respetó; quedando la impresión que
King Crimson quería que sólo usáramos nuestra capacidad sensorial para grabar,
filmar y fotografiar guardándolo en la memoria y se sabe: dentro de algún
tiempo esa treta funcionará de maravillas porque con cada año que transcurra, el recuerdo lo hará
todavía más excepcional de lo que fue.
No resulta menor mencionar que todos esperamos el inicio de un recital
con expectativas que son personales y difícilmente, más allá de obvias
homogeneidades, pueden repetirse con exactitud entre los asistentes. En nuestro
caso logramos sumar nueve amigos a la asistencia y estoy seguro que fueron
nueve expectativas distintas en algún punto sobre lo que aguardábamos, aún
cuando la mayoría ya había visto todo (o casi) gracias a Youtube.
"En suaves mañanas grises / las viudas
lloran / los sabios comparten un chiste / y yo corro para tomar signos de
adivinación / para conocer el engaño / El bufón amarillo no juega / pero
gentilmente tira de las cuerdas / sonríe / mientras los títeres bailan / en la
corte del Rey Carmesí”
Así reza parte de la letra de “In the court of the King Crimson” y queda
a criterio de cualquiera colocarse dentro de las viudas, los sabios, los
bufones y los títeres. No creo equivocarme si digo que esta genial enumeración nos
incluía a todos. A ellos y a nosotros. Y, como suele ocurrir en estos casos, la
puntualidad volvió a ser inglesa, con los infaltables quince minutos de
tolerancia que pusieron punto final a la espera de un cuarto de siglo para que el
Rey Carmesí tocara nuevamente en la Argentina.
Y fue entonces que, con las luces del escenario encendidas, elegantemente
vestidos, de uno en fondo, con Mastelotto a la cabeza y el imperturbable Fripp
cerrando fila y haciendo honor a esa imagen que lo coloca entre un androide y
un ser humano pisando Sudamérica dio comienzo esta historia con Hell Hounds of
Kim y un furioso triple solo de batería (no sería el último) que sirvió para ir
calentando un ambiente ya de por sí caldeado por la razonable ansiedad.
Ese sonido armónico que logran Pat Mastelotto, Gavin Harrison y Jeremy
Stacey constituye una verdadera pared percusiva que sobresale mucho más allá de
sus talentos particulares. Como muestra de ello, Stacey agrega a su instrumento
natural los teclados de la banda en una multifunción difícil de encontrar y
mucho más aún de ejecutar.
De este modo arrasador se inició el show ante un público totalmente hipnotizado.
Podría decirse que la 1ª parte fue desarrollándose con el virtuosismo que
todos presumíamos y los temas iban desgranándose para dejarnos con la boca
abierta del asombro. Y así fueron transcurriendo, entre otros, “In the court of
the King Crimson”, “Cat Food”, “Moonchild” hasta arribar al último tema
“Indiscipline”, elaborando algo como un “Frame by Frame”, un crescendo tan
tremendo que cuando terminó la primera parte todos nos quedamos con ganas de
más pero tuvimos la certeza que se había tratado de un imponente preludio para
un tsunami que nos pasaría por encima si es que alguno pudo sostenerse en pie
luego de ese vendaval inicial.
Para ello hay que sumar al trío de cancerberos ya mencionado, al
histórico Mel Collins en los vientos a quien le contabilizamos dos o tres
saxos, un par de flautas traversas y algún que otro clarinete haciendo de sus
intervenciones algo delicioso con ese aire jazzero mezclado con rock y jam
sessions pero insertado en la compleja melodía de Crimson.
A su lado el inoxidable Tony Levin, alguien que pese a mostrarse
resfriado paseó su maestría como sostenedor de base a partir de la ductilidad
de esos increíbles dedos nos sólo para dominar el bajo y el stick sino ofreciendo
un inolvidable solo de contrabajo por algo más de 5 minutos.
Al costado, Jakko Jakzyk liderando las voces y haciéndose cargo de la
segunda guitarra (lugar que alguna vez ocupó Adrian Belew), presentando un
aspecto similar al actual de Jimmy Page y un tono vocal que remitía
inconfundiblemente al fallecido Greg Lake, circunstancia que acaso no sea una
casualidad ya que la “excusa” de esta gira mundial ha sido el 50º aniversario
del lanzamiento de In the Court…, y donde aquel entrañable músico fue mucho más
que un partícipe necesario.
Para cerrar el ¿septeto? ¿hepteto? la figura de un señor bajito, calvo,
con auriculares y sentado sobre el borde de una banqueta como pidiendo permiso
por estar ahí y “apenas” equipado con una guitarra, un mellotron y una especie
de panel de control donde monitorea todo lo que ocurre en el escenario: ni más
ni menos que Robert Fripp y su escasez de movimientos corporales salvo, y lo
resalto porque me fascinó, sus dos manos y, claro, eso era suficiente porque lo
que esas dos manos hacen manipulando las cuerdas es algo que excede cualquier
comentario. Podría asegurar que esas extremidades nos transportaron por más de
dos horas y media al Planeta Fripp.
Escuchándolo pensaba hasta qué punto soportaría el sistema de sonido la
planificada distorsión que forma parte de los intrincadísimos arreglos que
tienen las canciones de Crimson. Y la respuesta fue que siempre había espacio
para un poco más, que la guitarra jamás se descontrolaría y que las melodías son
tan perfectas que cuando todo parece estallar en pedazos siempre deviene un
“stop” para que el trío de las bestias percusivas impongan el camino, retomen
el ritmo y el tema, de algún modo, vuelva a empezar; porque de eso se trata: de
recrearse y de renovar lo que ya está hecho para que continúe siendo joven y
asombroso al mismo tiempo.
Unos veinte minutos y la fila india volvió a las tablas para iniciar la
2ª parte igual que la anterior, con otro solo triple, aunque esta vez agregando
una especie de diálogo entre los bateristas al compás de sus respectivos parches.
Y a partir de ahí sonaron esas canciones que esperábamos pero reinventadas,
porque uno puede escuchar “Discipline” o “Insdiscipline”, puede regodearse con
“Red” o “Epitaph” pero nunca sonarán igual a como uno las tiene en la cabeza y
eso, creo yo, es la verdadera magia de Crimson constituyendo su auténtica marca
registrada.
Mientras algunos de nosotros nos preguntábamos cómo volver a ver un
recital luego de presenciar éste, sonó uno de los temas que yo ansiaba escuchar
y fue, en mi modestísima opinión, el punto culminante tanto emocional como
instrumentalmente. Disfrutando de los acordes de “Island” le dije a Ricardo
“esto es una verdadera exquisitez” y él me respondió “es cierto, es como si
estuviéramos comiendo caviar en este mismo instante”. Fue, amigos, una
interpretación brillante pero que encabezó una seguidilla excepcional con “Red”
y “Starless” (único cambio de luces de la noche que mutaron al consabido rojo)
para gratificar al Dr. González.
Y entre la admiración y la incredulidad nos fueron llevando al final
donde los acordes de “Epitaph” no lograron (por suerte) que mi amigo Marquínez
cumpliera su promesa de suicidio y el bis llegó con “21st Century Schizoid Man”
donde la banda dio rienda a lo que le quedaba para entregar y aplastarnos del
todo con su virtuosismo.
A continuación, y como se había anunciado antes que todo empezara, Tony
Levin apareció con su cámara invitando al resto de los mortales a imitarlo y
capturar a los siete monstruos que habíamos visto y oído incluyendo a ese
pequeño hombrecito ya despojado de sus auriculares y que se ofrecía desnudo de
sus armas instrumentales ante la gente que lo ovacionaba de pie y sin que
realizara el mínimo gesto, algo así como la contemplación de la pleitesía que
le tributábamos los asistentes desde las gradas y plateas.
Queda entonces, mis amigos, más allá de los matices personales, musicales
y profesionales que alguien pueda hacer, la vivencia de lo que fue esa noche de
Luna Park, justo el día que John Lennon hubiese cumplido 79 años.
Y
de esa excursión quedarán para siempre cosas pintorescas: el viaje en bus
enfrentando nubarrones y presagios de fea tormenta, la pizza previa en El
palacio de la pizza sobre calle Corrientes y, para cerrar esta crónica, la
ocurrente frase de Marqui cuando, en medio del fragor del recital, dijo “…Y,
después de escuchar esto, lo único que queda es volver a Funes, comernos un
asadito y empezar a llevar una vida austera…”
Pudimos comprobarlo: el Rey vive, larga vida al Rey.
Estuvimos ahí.