El vino no es sólo cosa de hombres. Ni tampoco sólo de mujeres. El vino es una sucesión, a veces interminable, de tragos ardientes; es el destello fugaz de una copa transparente acariciando la pureza del cristal rumbo al puerto de un embarcadero secreto.
Y mientras todo esto sucede, nunca deja de sorprender la silueta de una copa envolviendo con su silencio cómplice lo que la lengua lubrica en un simple paladeo de ojos cerrados.
Como los hombres y como las mujeres.
Como unos y como otros.
Sin testigos ni referencias, apenas el descuidado gesto de un encuentro discreto y a espaldas de los demás.
Como los hombres y las mujeres una vez más.
El vino es como un sexo salvaje sobre la suave alfombra de un dormitorio desconocido, y es también el vago recuerdo de una copa derramada desde los extremos de tus dedos que no alcanzará, deberían creerme, para hacer olvidar aquel cuerpo desnudo sobre el mío.
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