Yo he sido ese lector de cualquier libro que nunca levantaba la vista de sus hojas y que tampoco sentía frío ni calor sumergido entre párrafos y palabras. He necesitado la humedad de un ambiente despojado para sucumbir frente a historias de variadas sorpresas: las previsibles y las inimaginables. He sido capaz de apostar doble contra sencillo que al dar vuelta cada hoja la que vendría sería, sin dudas, mejor que la pasada; que los caminos se abrirían sin más trámite si el rumbo del contenido asomaba dudoso y hasta he conocido finales felices.
Sin levantar la vista, sin mover las pupilas salvo para descorrer el velo que ocultaban los autores y absorto a toda influencia cercana. Ese era yo. Las manos sobre la tabla y el señalador de cartón pintado con témpera sobre la mesa. Toda la escena era una sucesión de minúsculos detalles para reflejarme de cuerpo entero como lector.
Pensando en nada. El limbo era un gigantesco renglón en blanco para delimitar el espacio disponible de ilusión creado por la lectura. Y que no importara nada más que eso.
¿Acaso existía algo más en esos momentos de puro saqueo al sopor de la rutina?
Debo confesar que sí.
Ella entraba por las ventanas. O me parecía. Ella flotaba en un aire contaminado por el humo de sus propios cigarrillos; flotaba descalza y envuelta en las borlas azules que despedían sus cilindros de tabaco. Ella era una sencilla figura de manifiesto deseo que me miraba desde todos los cristales y yo sólo devolvía su gesto cuando lo hacía tan fijamente que mi sensibilidad no lograba eludir ese flechazo.
Mis ojos y los suyos se cruzaron pocas veces. El sentido de su insurgencia era avasallante para mis débiles voluntades apiladas. Yo la extrañaba cuando partía pero a veces la prefería distante. Un juego. Una condena. De a una por vez o al mismo tiempo y por toda la eternidad como los misterios de un laberinto conocido y de un epílogo inevitable. Así sucedía.
Ella acostumbraba acercarse por la espalda. Me tomaba por debajo de los brazos y me obligaba a girar sobre mi propio cuerpo. Me abrazaba. Me acariciaba y me tocaba los cabellos. Parecía intentar reconocer mi cara bajo la yema de sus dedos y teñir con mi piel sus huellas digitales. Yo disfrutaba esas ceremonias casi privadas a un precio que no podría asegurar de conseguir fácilmente en ninguna tienda que atendiera necesidades urgentes.
Ella lo sabía de antemano. Probablemente las mujeres sepan todo acerca de los hombres y resguarden semejante secreto para gozar maliciosamente con esa ventaja ancestral. No he hallado respuestas acerca de la veracidad de este interrogante pero prefiero pensar que es válido en circunstancias como éstas.
Por suerte o por desgracia, la suma de mis temblores nunca oponía resistencia a sus manos. Se movía con rapidez y mi terca postura de lector semejaba, en cada aparición, una desgraciada caricatura de mí mismo. La textura de los deseos que se desplegaba era tan rebelde como un tamiz de cimarrones encerrados en jaulas.
Hace años que consumo libros y cuadernos cobijado por una ventana que mira hacia el río. No puedo evitar imaginarla flotando entre los barcos que empuja la correntada. De bandera filipina o tailandesa, llenos o vacíos, rebosando cereales o portando petróleo. Ella es sólo la ilusión fija de un deseo encadenado a términos escritos y versos de papel. Ella es de humo y, por las noches, llora. Me llama. Me despierta. En ocasiones hemos llegado lejos: nos hemos abrazado, hemos hecho el amor y hasta nos hemos despedido con un beso. Todo en silencio.
Las cosas podrían ser más simples y este mundo de aguas muertas no debería devorarnos desnudos. Los libros, las palabras a tiempo y los recuerdos me remiten invariablemente a sus orondas incursiones interrumpiendo mis lecturas y en las que, sin buscarnos, acabábamos por encontramos en todas las orillas que recorríamos.
Ella es una y es todas. Yo soy, apenas, el eco de mi reflejo más escondido. Yo lo sé y ella también. Desde este lugar, y con las fuerzas que dispongo, puedo asegurar - sin presumir sabiduría - que esa mujer de humo existe y que los dos no somos sino inconscientes amuletos de mutua satisfacción. Es así. Está escrito.
4 comentarios:
¿Está plenamente seguro de que existe una mujer de humo?
No trate de tocarla por favor, sería una gran desilución para usted comprobar que todavía tiene piel.
el humo refiere pensamientos sobre la mujer. ¿quien no ha soñado con alguna mujer?
no seria ninguna desilusiòn tocarla, sería comprobar que existe y eso no sería malo en absoluto porque, entre otras cosas, podrìa hacer con ella lo que se describe en el texto.
gracias por tu comentario.
Todos, de alguna manera, tenemos nuestros seres de humo, y con la misma intensidad que deseamos que lleguen, a veces, deseamos que se esfumen.- Aún así, hacen la vida mas amena, y cuando se materializan ... la hacen plena.-
trenzas
gracias por tus palabras
el humo es una parábola bastante perfecta para este tipo de "descripciones" porque llega, permanece un tiempo y luego desaparece.
además nos permite soñar e imaginar y eso no es poco.
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