Sus mensajes llegaban de
improviso desde cualquier lugar pero nunca pasaban desapercibidos; a su paso, la
silueta y la textura de sus palabras provocaban una sucesión de escalofríos mientras
el eco de sus temblores repercutía insomne por todos los lugares.
No es posible detenerse en
los inicios de la madrugada.
La línea de sus labios,
como las escamas de una piel invisible, asomaba tan delgada que podía atravesarse
tan sólo con respirarla; sus murmullos, sus gemidos mal disimulados tallaban los
sonidos exactos para grabar esas horas en la memoria; eran el himen y la
matriz, el génesis de miles de besos húmedos inundando tardes sin ropas y también
el miedo a perderlo todo, el terror mezquino que desafiaba la noche más
atrevida.
Al amanecer, al despuntar
los relojes, siempre es demasiado tarde.
Por eso, cuando nos dimos
cuenta y abrimos los ojos, el tiempo ya nos había consumido en su huella hambrienta
como si los cuerpos, los sexos fundidos bajo la luz de la luna hubiesen sido nada
más que la consecuencia de un encanto o una especie de magia secreta, tal vez el
mismo hechizo que le hacía decir en mis oídos “… esto es lo único que me
mantiene viva…”
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