Con sinceridad, no recuerdo compartir ningún partido o gritar un gol con él en alguna cancha. Decía que era hincha de Vélez en una respuesta, creo, para salir del paso ante la incómoda y reiterada pregunta que le hacía sobre su equipo favorito.
En cambio, era un apasionado del boxeo.
Me surgen imágenes muy nítidas de diversas situaciones que tienen que ver con combates; flashes de peleas seguidas por televisión y también de las otras, en vivo y en directo, los viernes a la noche en las instalaciones del Club Sportivo América.
Ese gimnasio, ideado originalmente para jugar al
básquet constituía, en mi infantil imaginación, una especie de templo
pugilístico comparable, me doy cuenta ahora, al legendario Luna Park o al
mismísimo Madison Square Garden de la lejana Nueva York.
A mis pocos años, no conocía muchos lugares donde
podía verse box entre profesionales y entonces, cada una de esas veladas representaba
una fiesta que yo suponía insuperable: conjugaban el testimonio y la emoción de
estar presenciando acontecimientos únicos, trascendentes e inolvidables a la
vez.
Luego, ya despojado de cualquier dosis de ingenuidad, pude
comprobar que la edad, entre varias cosas, nos va quitando porciones de inocencia
aunque sin borrar del todo postales que quedan alojadas en algún sitio de la
memoria y, vaya uno a saber por qué, subsisten grabadas a fuego en nuestro
inconsciente.
Es probable que por todo esto nunca haya olvidado que
el boxeo fue una de las escasas vivencias que compartí a pleno con mi viejo gozando
esa auténtica sensación de disfrutarlo en el momento que ocurría.
Recuerdo combates por títulos mundiales; que Carlos
Monzón me parecía un boxeador extraordinario y que me ponía muy nervioso verlo
pelear contra Nino Benvenutti o Emile Griffith. Yo ansiaba un nocaut que
acabara con todo rápidamente y me asustaba con cada contragolpe; es más,
necesitaba la cercanía de mi padre para contemplar con menos temor la pelea y
poder festejar con él la casi segura victoria del argentino.
Lo mismo sucedía cuando peleaba Cassius Clay, que así
se llamaba por aquel entonces. Mi viejo siempre me hacía notar que no existía
nadie mejor que aquel gigantesco moreno más parecido a un welter que a un peso
completo; aún tengo viva la noche que Joe Frazier lo derribó en el último round
de la pelea del siglo y pegué un salto en mi silla, tan conmovido que miré a mi
padre y lo vi resignado, sufriendo por su ídolo caído sobre la lona y las
piernas apuntando al cielo; así de derrumbado aparecía mi padre en ese instante
y yo permanecí en silencio como si se tratase de un réquiem, o un pésame a pocos
pasos de distancia.
También me brilla una demolición en dos asaltos a
cargo de un tal Juan Carlos Alvarenga sobre otro desconocido a quien todo el
estadio aplaudía mientras lo bajaban del ring en camilla. Tan inentendible ayer
como ahora, el lugar hervía ante el drama de ese pobre hombre mientras a mi me
ganaba nuevamente el silencio escuchando los comentarios de mi padre que había
sido una farsa, un fiasco armado para que Alvarenga pudiese ganar fácilmente y
demás expresiones que sólo consiguieron hacerlo discutir con otro espectador ubicado
a nuestro lado en la tribuna.
Lo vas a entender cuando crezcas, fue todo lo que me
dijo mientras encendía su enésimo cigarrillo del día y caminábamos rumbo al
portón de salida.
Y tuvo razón; como en tantas cosas que sólo con ayuda de los
años he logrado comprender.
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