La ventana de un bar es un buen sitio para detenerse a
observar cómo transcurren los días, el mundo, los movimientos de la calle, de
la gente.
Muy pocos reparan que alguien puede estar
mirando lo que sucede al otro lado del vidrio con una visión tan relajada y minuciosa como implacable.
Las personas, los autos, hasta los animales y las
publicidades, parecen dominadas por el vértigo mientras yo, una especie de paciente voyeur detrás del cristal, permanezco
inmóvil.
Lo que tengo, lo que hago, en nada parece advertirse y
esa invisibilidad me convierte, casual o intencionalmente, en un entrometido que
se deja transportar por el misterio de un aura que va envolviendo la ciudad en
estos primeros días del invierno.
Miro y miro sin resistirme a la extraña sensación de
ver sin ser visto: los secretos, las sombras, también las nubes con sus formas
infinitas, se pasean, se abren ante mis ojos como si fuesen el cuerpo de un
gigantesco abanico desplegado entre ventanas de cielo que asoman junto al sol.
Todo parece nuevo y viejo a la vez, a veces igual a
ayer, o a hoy mismo hace tan sólo un rato pero, sin embargo, mis ojos continúan
clavados frente a la ventana buscando los matices casi como encantados
por un ritual de tiempos remotos.
Esos ojos, esa mirada, no quieren, no pueden renunciar
a la simpleza del acto de ver, a ser los elegidos para introducirse con
discreción en cada uno de los cuerpos y siluetas que caminan por fuera o por
dentro mío según el viento que sople, la tarde que alumbre, el bar que los
cobije…
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