Esa tarde, el
sol iba cerrando las puertas una por una y las sombras proyectaban sus siluetas
como enjambres de falsos testigos sobre los adoquines de la calle.
Vi tus manos
al alcance de las mías y, sin pensarlo, me animé a tocar la fría piel de los
dedos.
En ese
momento, los llevé a la boca sin disimulo mientras adivinaba los contornos de
tus pezones acompañando los movimientos de mi lengua y palpitaba con el
acelerado pulso de tu respiración, al igual que con las señales de otros deseos
que intentabas ocultar y podía reconocer con facilidad.
Sin embargo,
nada de eso sucedía con la mirada de tus ojos esquivando los míos, con la
raquítica sonrisa que lucían tus labios transformados en una mueca y con la
urgencia de un pronto adiós estampada en los gestos de tu cara.
Entonces,
como una instantánea confirmación, giraste el cuerpo ofreciéndome tu espalda en
signo de definitivo olvido y apuraste los pasos hasta doblar la esquina sin
decir una sola palabra.
Esa tarde,
el invierno parecía una máscara de silencio suficiente.
Luego, ya no
volví a verte.
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