Camino a Puente del Inca - Mendoza - Argentina |
Estoy detenido en
la ladera de un cerro, parado sobre un montículo de piedras húmedas y mohosas.
Desde ahí, observo un enorme valle rodeado por otras cumbres que conforman una
especie de cordillera y cuya distancia no puedo precisar.
En poca o abundante
cantidad, tal vez en ambas al mismo tiempo, el sonido del viento y la calma del
lugar se mezclan para replicar el eco del silencio por todo el ambiente.
Hace mucho frío. Un
tibio sol apenas logra calentarme la cara y las manos y maldigo sin disimulo
haber olvidado los guantes, pero aún así prefiero permanecer en esa montaña
negándome a abandonarla, a renunciar al panorama que contemplan mis ojos.
De improviso,
rompiendo la placidez del paisaje, surgen dos pájaros aventurando un largo
planeo por las alturas. Es imposible dejar de mirarlos, y atraído por un imán
invisible, me dejo llevar por sus vuelos a ninguna parte sin poder evitar
envidiarlos desde algún oscuro punto de mi pensamiento.
Las imágenes que
están entregando esas aves iluminan de tal modo este perfecto amanecer que
hasta el invierno parece desnudarse en harapos, como si la parca fuese por aquí
una sombra vertiginosa que huye buscando el refugio de su piel.
Ese brillo
sorprendente me hace suponer que se trata de la señal que siempre he esperado
para confirmar, por alguna extraña razón, que finalmente me convertiré en
pájaro, en una leve y frágil existencia capaz de devorar esos restos
almacenados dentro de mí que nunca se resignan al encierro del cuerpo.
Inmóvil, presiento
que algo único se
aproxima con velocidad y contengo la respiración
invadido por la súbita necesidad de despegar hacia ellos. Sólo entonces me
permito dibujar sin culpas, apenas con mis alas abiertas, el perfil de un bello
y lejano rostro de mujer.
Disfruto, saboreo
cada trazo de su cara con intensidad y luego, como un telón anunciado, comienzo
lentamente a cerrar los ojos: en minutos el tiempo ya los habrá convertido en
nada, en otro sueño más de vacío perdurable.
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