Camino a Uspallata |
El pasado se repite, siempre vuelve. En ocasiones emerge inmóvil, lánguido y
presente a la vez, acaba mezclándose con el vértigo en una fugacidad que reparte
imágenes para todos lados y, también, a ninguna parte.
El vértigo y el pasado coagulan, son el abrazo
perfecto, una sombra difusa desnudando los deseos más inconscientes en un
puñado de señales irreversibles.
Mientras tanto, la ruta de los años se abre
como el trayecto de un destino a plazo fijo, un camino decorado solamente con el
brillo del tiempo y donde todas las invocaciones parecen lejanas desde las
hojas de los almanaques.
Entonces aparece la memoria, tan sabia, tan
despojada de horas y relojes que su contorno camina sobre nuestros pasos y los
guarda sin siquiera preguntar: apenas los convierte en una sucesión de rastros con
las huellas en retroceso.
El pasado es un rayo misterioso, o divino, o quizás
la visión de otra vida donde el cuerpo de un recuerdo se muestra definitivo, y asoma
durante un segundo tan breve y exacto que su precisión es suficiente para
confirmar de dónde venimos y hacia dónde vamos.
La misma certeza que, durante algunos
insomnios, duele demasiado.
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