Estoy acostumbrado a acostumbrarme / con el insignificante sentido de las palabras / y no sé si el hombre le dio horas al tiempo / o el tiempo horas al hombre. Estoy libre en mis prisiones / calma siniestra por escapar / y no sé si los dioses crearon / el mundo para los hombres / o los hombres el mundo para los dioses / Estoy viviendo mi muerte / tácito pasillo que aborrece de oscuridad / y no sé si soy yo quien intenta escribir / o escribe quien intenta ser yo. "Hombre" de Fabricio Simeoni

19 de julio de 2013

Fantasía de Invierno IV

Camino a Uspallata

El pasado se repite, siempre vuelve. En ocasiones emerge inmóvil, lánguido y presente a la vez, acaba mezclándose con el vértigo en una fugacidad que reparte imágenes para todos lados y, también, a ninguna parte.
El vértigo y el pasado coagulan, son el abrazo perfecto, una sombra difusa desnudando los deseos más inconscientes en un puñado de señales irreversibles.
Mientras tanto, la ruta de los años se abre como el trayecto de un destino a plazo fijo, un camino decorado solamente con el brillo del tiempo y donde todas las invocaciones parecen lejanas desde las hojas de los almanaques.
Entonces aparece la memoria, tan sabia, tan despojada de horas y relojes que su contorno camina sobre nuestros pasos y los guarda sin siquiera preguntar: apenas los convierte en una sucesión de rastros con las huellas en retroceso.
El pasado es un rayo misterioso, o divino, o quizás la visión de otra vida donde el cuerpo de un recuerdo se muestra definitivo, y asoma durante un segundo tan breve y exacto que su precisión es suficiente para confirmar de dónde venimos y hacia dónde vamos.
La misma certeza que, durante algunos insomnios, duele demasiado. 

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