Me tranquiliza caminar junto al río, sentir ese olor que vuela desde las
entrañas de sus aguas y también escuchar los diferentes sonidos que llegan a la
ribera cuando la sudestada penetra la ciudad.
No sé bien por qué, pero ese sencillo ritual me eleva, me transporta hacia
sitios inesperados aunque nada importante cambie alrededor. Camino, recorro
zonas del viejo puerto y mis pasos se vuelven más lentos a medida que
avanzo; lo supongo una señal de inconsciente demora que me inyecta una rara
combinación de nostalgia, éxtasis y melancolía.
Es que tal vez fui marinero o tal vez pescador, en otra vida, en un
remoto lugar; y la materia invisible de mi sustancia bien pudo haber sido una
mezcla de todo eso que acabó con la nave hundiéndose en algún lado y los restos
de su naufragio agitándose hasta llegar a tierra firme.
Deslumbrado por la intensidad del río, sus atardeceres, sus vapores, este
recorrido tan nómade y vagabundo se va convirtiendo en un simulacro de sendero donde
encontrar raíces olvidadas o escapes a ninguna parte.
No soy yo, me digo, quien camina estos pasos o calza estos zapatos. Juro
que a veces quisiera salir de este cuerpo, cruzar la calle y mirarme desde la
vereda de enfrente; son tantas historias y personajes asomándose de golpe en
las esquinas que las siluetas de sus figuras construyen un tesoro de memoria
oculto y disponible a la vez.
Nunca me agobian rastros de fatiga en esas caminatas; apenas me detengo
para levantar la vista y contemplar lo que antes no existía: estos edificios,
estos vecinos, estos negocios; poco queda de todo aquello que recuerdo porque,
como ocurre con el tiempo, nada se ha detenido tampoco en este lugar. Los vivos
de ayer hoy están muertos y muchos de los desconocidos que me rodean, que
superan mi lenta marcha sin dificultad, ni siquiera habían nacido cuando yo iba
y venía por estas mismas baldosas.
Confirmo, por si hiciera falta, que escasas cosas sobrevivirán a nuestro
implacable destino de ser sólo pasajeros, efímeros y vulgares fotogramas que ni
siquiera nos paramos a observar: nos vamos transformando en algo tan breve, tan
vertiginoso, que hasta las horas parecen girar más rápido en los relojes aunque
su universo natural siga siendo de sesenta minutos.
Aprovecho esas nubes del pasado para mirarme en el reflejo de las
vidrieras, y en el lugar donde había una farmacia veo una imagen envejecida de
lo que fui; y eso, pienso, es inevitable, como la correntada que fluye y fluye,
tan repetida, tan silente como caudalosa.
Entonces, redescubriéndome en cada una de las huellas que señalan mis
pies, seguiré caminando estas orillas, mirando las aguas que huyen río abajo y volteando
cada cuadra como las hojas de un cuaderno interminable.
Otro día para buscar mi dosis de eternidad.
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