Estoy acostumbrado a acostumbrarme / con el insignificante sentido de las palabras / y no sé si el hombre le dio horas al tiempo / o el tiempo horas al hombre. Estoy libre en mis prisiones / calma siniestra por escapar / y no sé si los dioses crearon / el mundo para los hombres / o los hombres el mundo para los dioses / Estoy viviendo mi muerte / tácito pasillo que aborrece de oscuridad / y no sé si soy yo quien intenta escribir / o escribe quien intenta ser yo. "Hombre" de Fabricio Simeoni

24 de octubre de 2013

Junto al río


Me tranquiliza caminar junto al río, sentir ese olor que vuela desde las entrañas de sus aguas y también escuchar los diferentes sonidos que llegan a la ribera cuando la sudestada penetra la ciudad.
No sé bien por qué, pero ese sencillo ritual me eleva, me transporta hacia sitios inesperados aunque nada importante cambie alrededor. Camino, recorro zonas del viejo puerto y mis pasos se vuelven más lentos a medida que avanzo; lo supongo una señal de inconsciente demora que me inyecta una rara combinación de nostalgia, éxtasis y melancolía.

Es que tal vez fui marinero o tal vez pescador, en otra vida, en un remoto lugar; y la materia invisible de mi sustancia bien pudo haber sido una mezcla de todo eso que acabó con la nave hundiéndose en algún lado y los restos de su naufragio agitándose hasta llegar a tierra firme.
Deslumbrado por la intensidad del río, sus atardeceres, sus vapores, este recorrido tan nómade y vagabundo se va convirtiendo en un simulacro de sendero donde encontrar raíces olvidadas o escapes a ninguna parte.

No soy yo, me digo, quien camina estos pasos o calza estos zapatos. Juro que a veces quisiera salir de este cuerpo, cruzar la calle y mirarme desde la vereda de enfrente; son tantas historias y personajes asomándose de golpe en las esquinas que las siluetas de sus figuras construyen un tesoro de memoria oculto y disponible a la vez.
Nunca me agobian rastros de fatiga en esas caminatas; apenas me detengo para levantar la vista y contemplar lo que antes no existía: estos edificios, estos vecinos, estos negocios; poco queda de todo aquello que recuerdo porque, como ocurre con el tiempo, nada se ha detenido tampoco en este lugar. Los vivos de ayer hoy están muertos y muchos de los desconocidos que me rodean, que superan mi lenta marcha sin dificultad, ni siquiera habían nacido cuando yo iba y venía por estas mismas baldosas.

Confirmo, por si hiciera falta, que escasas cosas sobrevivirán a nuestro implacable destino de ser sólo pasajeros, efímeros y vulgares fotogramas que ni siquiera nos paramos a observar: nos vamos transformando en algo tan breve, tan vertiginoso, que hasta las horas parecen girar más rápido en los relojes aunque su universo natural siga siendo de sesenta minutos.
Aprovecho esas nubes del pasado para mirarme en el reflejo de las vidrieras, y en el lugar donde había una farmacia veo una imagen envejecida de lo que fui; y eso, pienso, es inevitable, como la correntada que fluye y fluye, tan repetida, tan silente como caudalosa.

Entonces, redescubriéndome en cada una de las huellas que señalan mis pies, seguiré caminando estas orillas, mirando las aguas que huyen río abajo y volteando cada cuadra como las hojas de un cuaderno interminable.
Otro día para buscar mi dosis de eternidad.

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