Tren de la Costa - Estación Olivos - Buenos Aires |
Llevo olores
pegados como si fuesen cuerpos injertados, resabios indelebles de aquellos
lugares donde mis manos demoraron su paso.
Soy alguien
diminuto, acaso intrascendente; alguien que sólo puede cargar como equipaje un
puñado de aromas tamizados con sabor a canela y manzanas silvestres.
Esos olores se
pueden mezclar, tal vez evaporarse, pero algunos permanecen adheridos a la piel
hasta volverse imborrables.
Fue una tarde de
verano cuando tuve ocasión de tocarla; cuando se desplegó unos breves segundos
y me envolvió con sus cabellos, el contorno de sus pechos intensos y la
voracidad de sus labios rojos.
Tengo grabado ese
instante en la memoria desde entonces; y también el perfil de su cara
desapareciendo al final del andén.
Lo recuerdo hoy, a
la hora de la siesta y cuando todos los trenes pasan de largo sin detenerse
desde hace meses porque ya nadie desciende en esta vieja estación.
Aún así, estoy decidido a esperar: conservo para ella un olfato devastador.
Aún así, estoy decidido a esperar: conservo para ella un olfato devastador.
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